Grecia es sinónimo para muchos de verano con su mar, sus playas, sus casitas blancas mediterráneas y una picada al aire libre bajo la luna y las estrellas… También sinónimo del escenario arquetípico de la taberna y la alegría de su música en vivo bebiendo, comiendo y bailando. Pero, paradoja, en Atenas no hay tabernas en verano.
¿Y esto a quién podría importarle? ¡Bueno, a mí muchísimo y me costó varios viajes convencerme! Hoy, recién regresado de una larga estadía estiva en esa ciudad y todavía embargado de fuertes y hermosas vivencias, sigo sintiendo la relevancia que podría tener el tema para cualquier persona interesada no sólo en Grecia sino también en los fenómenos culturales en general.
En mi caso no es para menos: me había enamorado perdidamente de ese país y de su cultura toda hace 25 años, a principios de los 90, justamente por una visita a una taberna, una de las últimas que quedaban en Buenos Aires, espacios maravillosamente decadentes (como en algunos casos, nuestras milongas) que habían sabido de tiempos mejores y que por entonces transitaban sus últimos estertores.
La taberna en cuestión quedaba en Montevideo y Córdoba. Un lugar del cual no sabía nada y que sólo tenía un cartel colgando en la puerta con la inscripción “Takis Taberna Griega”. Sin existir todavía Internet y con poquísima música griega en las disquerías, mi interés reciente por ese mundo musical que ya adivinaba fascinante me llevó a vencer mi timidez y por fin una noche animarme a meterme.
Estaba casi vacío, lo que me sirvió para relajarme e ir entrando en confianza. Después de un largo rato llegaron los músicos y empezaron a tocar, con uno de ellos cantando (el Takis del cartel, de apellido Delénikas). Y decididamente me gustó. Muchísimo, Esperaba cada tema cada vez con más ganas, mientras iban sumándose nuevos parroquianos, que habrán alcanzado a unos treinta. Me sorprendió ver que algunos se levantaban y bailaban en la pequeña pista: generalmente danzas de dos o de uno, y también alguna más grupal.
A medida que se iba caldeando progresivamente el clima, los bailarines se iban sucediendo, ninguno contratado para un show, sino los mismos clientes que asistían a la velada. Y lo que más me fascinaba, mientras caía en la cuenta, era la asombrosa diversidad de ese público: marineros que suponía griegos, claramente algunas prostitutas, gitanos en algunos casos de aspecto de cuidar, pero también ejecutivos de traje y corbata y familias enteras con sus viejitas venerables y los niños manejándose como en casa. Cada uno pasaba y tenía su momento de protagonismo, y cuando no, miraba con respeto al que estaba en ese momento adelante. En ciertas rondas grupales participaban casi todos, en una diversidad sociológica que me resultaba inconcebible en ningún otro contexto.
¡Y con esa música! Esa misma música que Jorge Luis Borges cantó en su poema “Música griega”, surgido de su atenta y reiterada escucha en ese mismísimo espacio donde yo estaba, cuando su esposa María Kodama tomaba clases de danza con quien después sería mi gran amigo, Jorge Dermitzakis, y Takis hacía trinar su buzuki y entonaba con su voz inconfundible esos temas hechos de puro espíritu. La comunión de esa música pitagórica de las esferas con esa festiva convivencia en la diversidad por el otro, más una justa dosis de bebidas espirituosas acompañando danzas tan vívidas y únicas, se me hacía en todo la figura de un paraíso aquí en la tierra, un arquetipo de lo totalmente posible porque de hecho estaba ocurriendo ahí. Si una palabra pudiera resumir lo que en ese espacio ocurría era “alegría”. Una alegría primordial como aclamación de la vida, simple y espontánea celebración de existir.
Cuando salí de la taberna esa noche, sabía que algo había sido profundamente conmovido dentro de mí y sin necesidad de meditarlo ni por un instante supe que había encontrado el mundo en el que quería vivir. Fue una experiencia en todo sentido iniciática y la segunda visita que mencioné no tuvo que ver ni por asomo con la desilusión, como a veces pasa con estas cosas sino, al contrario, con una plena confirmación. A los treinta y un años de edad fui enteramente poseído en cuerpo y alma por el espíritu de la Hélade y me preguntaba en qué había malgastado mis treinta años anteriores.
La plenitud que me causaba escuchar música griega y verla bailar naturalmente me llevó a querer aprender a bailarla y ser uno más con la gente de la taberna. Aprendí con una mujer en un local nocturno griego en Perón y Suipacha llamado “Oniro”, no muy entusiasmante como taberna pero no importaba: era griego. Lo mismo podía decir de “Fandasu”, traducción literal al griego del “Imagine” de John Lennon, de quien el dueño era fanático. No había muchas más opciones: el famoso sótano “Alexis” de Cerrito y Santa Fe había perdido su antiguo glamour y ahora era un bar de coperas donde lo único que se escuchaba de griego era una versión paupérrima de Zorba una sola vez en la noche. Por su parte, el legendario “Skorpios” de Santa Fe y Rodríguez Peña, que tanto hizo delirar a Buenos Aires en los 70 y parte de los 80, ya había cerrado hace rato y todos los otros poco a poco languidecían.
Como ya dije, me fascinaba el aire decadente de estos espacios que desaparecieron hace años por diversas variables económicas, incluyendo que los barcos griegos ya no atracan en nuestro puerto y que con los años los inmigrantes están cada vez más grandes o muertos. Me remitían a otro mundo, un poco marginal y un poco encantado. Takis cerró su local de la calle Montevideo y abrió otro en Humberto I y Entre Ríos llamado “Salónica”, pero convocaba poco público, excepto las trabajadoras que se morían de aburrimiento. Después se mudó a la taberna “Zorba” de Independencia a una cuadra de Entre Ríos, con mayor convocatoria, no sólo algunos marineros sino también muchos gitanos, ladrones confesos muy divertidos y muy de vez en cuando algún griego local o descendiente.
En casi todas mis visitas la pasé fantásticamente bien porque ahí también por fin me animé a salir a bailar, y luego cada vez más. Como sentía que me tenían cierto aprecio y esto me daba confianza, junté fuerzas y pedí cantar en griego con la orquesta mis dos tres caballitos de batalla que me sabía de memoria.
Estudiar el idioma para entender qué decían las letras me abrió nuevos caminos en la vida, pero la visita al país en cuestión era un hito inevitable, una Meca. Y fue confirmatoria y nuevamente iniciática: el primer viaje de un mes en el invierno griego y otro poco después de dos meses profundizaron este entusiasmo, y viví algunas experiencias nocturnas de taberna intensas con ese sabor de lo auténtico y músicos más sofisticados.
Cuando, años después empecé a por fin poder visitar el país en verano, como hacían la mayor parte de las personas que yo conocía y envidiaba por eso, empecé a buscar lógicamente el súmmum idealizado de la experiencia de taberna pero en los entornos igualmente idealizados del aire libre y demás. Y me tomó tiempo convencerme de que no era una cuestión de mala suerte, sino una realidad de la que me terminaron de persuadir varios residentes, el hecho de que el “formato taberna”, si bien menos popular y numeroso que hace unas décadas, en Atenas era un fenómeno más bien invernal. Porque el griego, con su excelente clima mediterráneo tan poco lluvioso, asocia necesariamente el verano con el aire libre, y ese escenario grupal festivo no pareciera adecuado a los patios abiertos en las veredas. Causa o consecuencia es que los mejores músicos también se toman vacaciones (para los griegos son sagradas) o, más lucrativamente, se van a trabajar a otros países con fuerte inmigración como Estados Unidos, Canadá, Australia o Alemania.
Pero porfiado, el que busca encuentra, aunque no encuentre exactamente lo que buscaba. Amo demasiado a esa ciudad, a la que en otros artículos le dedicaré más espacio, y una de mis pasiones desde mi primer encuentro es caminarla, caminarla y caminarla en todos sus recovecos y callecitas, y de a poco y con las horas de caminata diaria durante meses y a lo largo de los años pude ir descubriendo algunas cosas.
No quizás tabernas en el sentido hasta ahora expuesto, pero en Atenas en verano hay un clima musical, un entorno en el que por una razón u otra uno está siempre escuchando sonar alguna música, sobre todo griega. Desde luego hay decenas de locales de comida y bebida con mesas al aire libre para turistas e inclusive griegos, y muchos de ellos tienen dos o tres músicos tocando en vivo, generalmente con micrófono. Apiñados en el centro habrá unos veinte o más. Pero lamentablemente la rutina comercial orientada al extranjero hace que la perfomance de la mayoría de esos músicos que están ejecutando durante horas todos los días tenga cualquier cosa menos entusiasmo y, en muchos casos, menos todavía pericia técnica o calidad musical. En Grecia hay un término para esto: ‘skiládiko’ (skilos significa perro, o sea que los cantantes “ladran” como perros). Lo que a mi sensibilidad le causa el efecto contrario al deseado.
Poco a poco fui descubriendo sin embargo que en tal o cual lugar algunos días de la semana podían encontrarse músicos que ponían el alma en lo que hacían, contagiando el placer que les daba tocar y transmitiendo todo eso que pude haber vivido, aunque fuere de otra manera, en mis experiencias iniciales de taberna. Esa plenitud, esa alegría, esa emoción, esa exaltación, esa mística que no puedo adjudicar solamente a un gusto personal mío, sino a algo del orden de lo que Gurdjieff llamaba “el arte objetivo”.
Pude encontrar apenas tres o cuatro de estos lugares, no más, pero fueron un tesoro. Quedaban en mis calles favoritas de Atenas, en el centro histórico: Ermú, Adrianú y Mnisikléus. En una de ellas los músicos eran casi siempre distintos, nueve de cada diez casos, excelentes, y encima tocaban sin micrófono, lo que le daba un aura más especial todavía. Pocos parroquianos en un lugar maravillosamente desangelado, céntrico, en plena calle y con cero estrategias de seducción al turista, con artistas especializados en la rembétika, esa música que tiene un dejo de otro mundo, incluso oriental, y no sólo con guitarra y buzuki, esa especie de mandolina típica de la música griega, sino también con algún otro instrumento folclórico.
La música griega, aunque refiere en sus letras a ese dolor tanguero y quejoso, en general tiene esa alegría, esa vitalidad, esa luminosidad que es como un canto a la vida, pero hay que recordar que ellos también son los inventores de la tragedia. De hecho, tragudi, que en griego moderno es canción, tiene la misma base de tragedia, porque la tragedia se cantaba: declamada pero también con música. El antiguo ritual del dios del vino Dionisio con el chivo expiatorio, el tragos, que es la base del teatro y de la liturgia cristiana, tiene un pathos típicamente mediterráneo que en estos espacios se hace más que presente.
En lugares como éstos pasé literalmente casi todas mis noches de estos últimos largos viajes en Atenas, y como una parte de mi disfrute también es compartirlo, por eso este escrito. También lo hago casi semanalmente en mi programa de radio, del cual pueden escucharse los hasta ahora 200 programas en este link de aquí: LINK, donde a veces dediqué un programa entero a Grecia e inclusive ESTE a la taberna, emitido, como otros, desde Atenas. Y para quien guste meterse un poco más en esta música más allá de los comentarios del programa, comparto aquí un link de descarga de más de 150 temas en mp3 que fui juntando con los años e incluyen desde luego a la mayoría de mi favoritos: MUSICA GRIEGA.
La taberna es una pieza clave del imaginario griego en su forma de concebirse a sí mismo y de cómo vemos a esa cultura, un lugar esencial en la construcción de su identidad: casi todas las películas en blanco y negro de la época del cine de oro de Grecia transcurren ahí. Sobre todo y arquetípicamente, esa maravilla cinematográfica de 1960 que es ‘Nunca en domingo’ de Jules Dassin, protagonizada por su esposa Melina Mercouri.
Desafortunadamente Buenos Aires no ofrece mucho lugares donde se pueda vivir esto: hemos tenido históricamente una pésima suerte con los restaurantes griegos (sea en cantidad como, sobre todo, en calidad, más allá de su éxito), y a falta de las verdaderas tabernas a las que me referí, ahora hay una fiesta grupal que algunas colectividades griegas organizan cada tanto y a la que llaman ‘taberna’, pero donde para mí están ausentes la calidad y la mística de todo lo descripto.
Como dije, a esa taberna de Takis Delénikas de la calle Montevideo venía seguido Jorge Luis Borges, que escuchaba muy atentamente, mientras María Kodama tomaba sus clases de danza griega. Y una noche escribió este poema, que le dictó por teléfono a Carlos Ulanovsky para publicar en Clarín en 1985, un año antes de morir, con el título ‘Música griega’:
Mientras dure esta música, seremos dignos del amor de Helena de Troya.
Mientras dure esta música, seremos dignos de haber muerto en Arbela.
Mientras dure esta música, creeremos en el libre albedrío, esa ilusión de cada instante.
Mientras dure esta música, seremos la palabra y la espada.
Mientras dure esta música, seremos dignos del cristal y de la caoba, de la nieve y del mármol.
Mientras dure esta música, seremos dignos de las cosas comunes, que ahora no lo son.
Mientras dure esta música, seremos en el aire la flecha.
Mientras dure esta música, creeremos en la misericordia del lobo y en la justicia de los justos.
Mientras dure esta música, mereceremos tu gran voz Walt Whitman.
Mientras dure esta música, mereceremos haber visto, desde una cumbre, la tierra prometida.
Jerry Brignone, 14 de agosto de 2018
Jerry, bien sabemos los que te conocemos algo, de tu pasion por Grecia. Con este escrito logras traspasar toda esas ricas vivencias que algo de vidas pasadas tendrán tambien. Dan ganas de ir y sumergirse en esa cultura. Gracias por compartir
Gracias Claudia querida! Tu comentario me llega mucho y dan ganas de seguir escribiendo. Beso grande!
Gracias Jerry por tan bella descripción. Es verdad lo que decís de la música y la danza griega, realmente te transportan. Por casi 7 años y gracias a una amiga de astrología que había ido a un cumpleaños a una taberna griega, a quién le encantó y me invitó a una clase abierta de danzas griegas; me empecé a sumergir en ese mundo del cual no conocía nada y simplemente me fascinó. La escuela era la de Nico Kostakopoulos, su mujer Adriana la profe, y las reuniones en el Camarín de la Musas. Que lindos recuerdos a los que me transportaste.
Gracias Mirta, y qué bueno, no sabía de tu paso por las danzas griegas. Yo estudié con esos mismos profesores e hicimos un espectáculo juntos hace veinte años en el Reggio, y al año siguiente inauguré (sic) el Camarín de las Musas como espacio teatral con un espectáculo de poesías griegas!!! Todo está interconectado! Beso enorme
¡Ay, Jerry! ¿Quién puede, no sentirse transportado hacia ese mundo mágico que con tanta generosidad y encanto nos hacés compartir en cada entrega? Mientras leía, recordaba con nostalgia y una sonrisa aquellos años en que se despertó mi delirio helénico y mis febriles recorridos por las disquerías de Buenos Aires mendigando algún tema de música griega (por no mencionar el asombro en la cara de los vendedores). ¡ Hermoso testimonio! Gracias por tanta pasión.
Gracias Nora!!! Tiempos de una soledad épica con cualquiera de estas pasiones no tan consensuales, ja ja! La hiperconectividad virtual nos dio mil herramientas nuevas, pero necesariamente le quitó carga de deseo a esos luminosos objetos de entonces.
Excelente articulo!! Gracias Jerry por tu amor a mi ciudad natal!
Gracias Ana! Beata te, haber nacido en esas tierras sagradas!