El dilema de lo público y gratuito

El espacio de este blog se ha ido convirtiendo en un punto de reflexión, íntima pero al mismo tiempo relativamente pública, sobre ciertos puntos de inflexión de mis años recientes y en los que, vistos en perspectiva y como la trama de un tapiz, voy percibiendo un diseño en el que me reconozco.

Poco a poco y a medida que la edad avanza, se configura algo cercano a eso que llamamos Destino en sus múltiples acepciones, y que no sé si puede ser asociable a la identidad, pero sí al mundo del anhelo infantil. Aquella instancia cronológica en la que en tantas cosas pareciera ya prefigurarse mandálicamente todo lo que será, quizás porque uno ya lo sabía. O lo intuía. O sencillamente lo era. Y de ahí el deseo y la urgencia en las acciones, a veces ciegas, y las múltiples complicidades de la vida, de las oportunidades, de los supuestos errores y del hipotético azar.

 

Todo junto

Recientemente decidí dar mayor difusión a todo aquello que, de mi producción personal escrita, sonora y audiovisual realizada desde 1979, pudiera estar accesible en forma gratuita en la red. Para ello concentré en un lugar de mi sitio web (AQUÍ) links para acceder directamente a más de 100 horas de video, más de 400 horas de audio y más de 2.000 páginas de texto con creaciones artísticas mías e investigación personal y reflexión y divulgación didáctica de contenidos filosóficos, sociológicos, técnicos y lingüísticos principalmente asociados a la astrología y a la cultura griega.

Ambas, la astrología y lo griego, vendrían a ser la punta de un iceberg mucho mayor al que denominaría simplemente “cultura”, un universo semiótico antropológico que incluye miríadas de cosas que considero objetivamente valiosas (y no me refiero a mi producción en sí, sino a lo que ésta indica, aquello que señala y connota), y de ahí naturalmente las ganas de su difusión. Cuando no una cierta sensación de obligación.

No es nada inusual en mí: desde hace cuatro décadas trabajo sin pausa para ganar mi sustento diario y de esta manera poder dedicar gran parte del resto de mi tiempo cotidiano a cultivar paralelamente y en forma gratuita las cosas que más me gustan y valoro, honrando el afán que me nació siempre naturalmente de compartirlas.

No es un secreto que en la Universidad de Buenos Aires trabajo para ello  intensivamente ad honorem desde 2007 (un académico estadounidense dedicó al –para él– extraño fenómeno un artículo en su universidad), y desde antes todavía en otros ámbitos afines. Y mucho más atrás en el tiempo, en el mundo de la astrología, sobre todo en una entidad que luego ayudé a convertir y sostener como fundación sin fines de lucro y en donde, más allá de la legítima tarea remunerada, dedicaba una cantidad añadida de horas y esfuerzos ciclópeos, casi sobrehumanos, a mejorar los vínculos institucionales y la estructura con el fin de optimizar su tarea formativa y de investigación y difusión en el área, temas a los que dediqué en privado décadas de estudio y esfuerzo insomne. Un esfuerzo económicamente no remunerado que continúo llevando adelante y volcando en artículos y videos públicos y gratuitos en la web.

Pero mucho más atrás todavía en el tiempo le dediqué y dedico todavía esa misma energía obsesiva al arte y a la indagación cultural filosófica, social y científica: innúmeros días y recursos personales, decenas de horas reloj semanales a veces concentradas casi en exclusiva a esa labor, que después tomó forma tangible en obras de teatro, películas, programas de radio y escritos con los que rara vez busqué ganar un centavo; más bien al contrario, yo fui quien las respaldó monetariamente desde mi bolsillo. No voy a pecar de ingratitud, pero hubo mucha más transpiración que regalo; a lo sumo, el del don que me regaló la Divinidad de darme esa voluntad y capacidad de persistencia.

Quien haya llegado hasta aquí y no le haya fastidiado este sospechoso autopanegírico sobre mis supuestas heroicas contribuciones a la comunidad (que objetivamente fueron muchas, tangibles y muy valiosas) y sobre mis monumentales esfuerzos sostenidos y monetariamente desinteresados de alzar la vara en temas de interés al punto del sacrificio, cuando no de una autoinmolación típicamente bipolar, quizás se haya preguntado: ¿pero qué bicho le picó a este tipo? ¿Qué le pasa? ¿Tan viejo y con esas inseguridades de púber adolescente? ¿Tanto necesita del reconocimiento que tiene que pregonarlo él mismo? ¿Qué miserias más profundas esconde esta soberbia de querer venderse como santo? Etc.

Pero es que no. Desde hace décadas me atenaza la duda (cuando no la certeza), de que todo esto que dije que hago, todo, todo esto, está mal. Todo. Como decía Pasolini en algún momento final de su vida, que “Me equivoqué en todo”. Y así y todo no puedo igualmente dejar de sentir que debe ser hecho. Y de hecho no puedo dejar de hacerlo. Lo que es un dilema. Uno obvio. Hoy más álgido que nunca, y ante el cual, al igual que Arjuna en el Bhagavad-gita, no puedo permanecer inerte.

 

El dilema

Muy temprano me topé con la problemática de la gratuidad o no de las cosas en general, el libre acceso o no a ellas y su estatuto público o más privado, sobre todo de las valiosas. Y qué hacer al respecto.

Me había impactado fuertemente un concepto del maestro espiritual Gurdjieff, que decía que el conocimiento tiene una materialidad finita y que por ello no podía (y por consiguiente, no debía) compartirse indiscriminadamente, ya que esa materia finita se diluye y se desvirtúa. Y que si alguien topa con algo valioso recibiéndolo de manos de alguien que no le da valor (que es una de las lecturas que en nuestra sociedad tiene la gratuidad), naturalmente lo desvaloriza, lo devalúa y degrada, haciendo un daño no sólo a la cosa en sí, pero también a dicho receptor, que en forma casi inadvertida estaría siendo partícipe activo de un sacrilegio o de un linchamiento, en donde la víctima sería, antes que nada, el valor de la cosa en sí, ese lugar en donde radica parcialmente su identidad y su eventual función positiva y, desde ahí, al fin y al cabo, el sentido de su accesibilidad.

El concepto de “esoterismo” de la escuela de Pitágoras aludido por Aristóteles, las enseñanzas no escritas de Platón y el voto de silencio de las iniciaciones mistéricas van a ser la matriz del desarrollo del Hermetismo y otros esoterismos y filosofías paralelas, usualmente en los márgenes de las historias oficiales y pregnando tantas cosas tan caras para muchos de nosotros. Desde la prevención de las perlas para los cerdos del Evangelio a la pérdida del aura de Benjamin hay un hilo conductor que ya parte de una paradoja. Porque, ¿qué más público, publicitado y difusor que la Buena Nueva Para Todos de las Religiones del Libro (el judaísmo, el cristianismo, el islamismo, el marxismo)? O del mensaje del Buda, o la reproducción serial industrial, metastasiada en lo digital y lo virtual, cada vez más accesible pero al mismo tiempo inasible por estar neutralizada en los altoparlantes del ruido blanco del aluvión de señales?

Umberto Eco, que suele caerme sistemáticamente simpático, en 1964 hacía una defensa lúcida y ponderada de los dos polos de las consecuencias de la cultura de masas, a los que llamó los “Apocalípticos” y los “Integrados”, poniendo un particular énfasis positivo en los últimos, aquellos que producen siguiendo la corriente de la masificación, pese a los peligros del mercantilismo, la manipulación ideológica y la banalización del entretenimiento que ello supone. Pero poco antes de morir, lanzó en una entrevista de junio de 2015 la bomba de que “El drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.

Lo griego vaya y pase, porque tiene sus bemoles y todavía hay ciertos mecanismos institucionales. Pero la otra punta del iceberg, la de la astrología, está experimentando este fenómeno en forma mayúscula e hipertrofiada, con todo el brillo de una Súper Nova. Y todo lo que esta imagen implica.

La eterna disyuntiva entre elitismo y populismo, entre secresía para unos pocos elegidos para resguardo del valor y la calidad, y vulgarización a través de la divulgación masiva, con su posible degradación. Y también, aunque de otro modo, entre Bhakti Yoga y Karma Yoga. ¿Pero hay, Arjuna, verdaderamente una disyuntiva, una “elección”?

 

Elecciones

Estoy atravesado por el concepto, naturalizado en mi país y que comparto, de la educación pública y gratuita. Los ideales franceses del iluminismo y luego de la revolución francesa y la democracia liberal subsumidos en esa ley de educación común, gratuita y obligatoria que el gran presidente argentino Julio A. Roca promulgó en 1884 y de la que fui beneficiario en las gestas inclusivas del Teatro Colón o de la Universidad de Buenos Aires, en donde deliberadamente elegí formarme y hoy sigo trabajando.

Pero también me sigue acosando el eco de las palabras de un decano de otro establecimiento, que me decía que las universidades habían traicionado su sentido original y que se habían convertido en meros centros apenas formativos expendedores de titulos: adiós a la investigación real, y por extensión a la búsqueda de excelencia en la prosecución del saber compartido. La meritocracia se convirtió en mala palabra.

Y ni que hablar del proselitismo político, la partidización, el adoctrinamiento y la catequización en tal o cual línea convenientemente hegemónica que promueven desde el monopolio estatal estos espacios educativos públicos y gratuitos: desde las idioteces repulsivas del Paka Paka y los conocidos libros de lectura infantil de los populismos a les reiterades rimbombantes comunicades (sic) autoritarios y nazistoides de las actuales conducciones, que por miedo y conveniencia nadie objeta.

Pero el facilismo y la demagogia también permean las instituciones educativas privadas aranceladas: el negocio del titulito, la degradación y distorsión prostituida y mercenaria de los contenidos, la priorización de la “utilidad” de éstos por sobre la verdad, incluso si son falsos, o hasta abiertas mentiras. La invasión de los idiotas de Eco nutre la proliferación de los hijos de la mala madre, de los cínicos vendedores de humo que convirtieron los sanos y legítimos dispositivos académicos de control, que buscaban proteger la verdad y la parresía, en camarillas de tránsfugas, mafias corporativistas, capitalismo de amigos con entrada libre y luego no tan gratuita.

 

La ola

El “conocimiento para todos” de las redes es una bendición por la inclusión, la pluralidad, la polifonía, la accesibilidad instantánea sin discriminación. Como todo don de los dioses, al mismo tiempo y por todo eso, también es una maldición, en cuanto promueve lo peor de todo lo dicho más arriba (aunque, Ladran Sancho, al menos uno se entera más rápido de más cosas (antes de la era de las redes, me iba enterando a cuentagotas, y a veces con años de demora, de la punta del ovillo calumnias y difamaciones sistemáticas de quienes querían usurpar mi lugar cuando ocupé ciertos roles institucionales para hacer aquello en lo que creía y que gracias a la Vida en gran medida logré: hoy toda esa maledicencia se ve más rápido).

Porque la consciencia subliminal de la levedad y falta de digestión de los jirones y ráfagas de conocimiento devenidos en frasecitas hechas y sloganes desarticulados producen una compensación inevitable, que es la de la simplificación, la reducción, el fundamentalismo autoritario, talibánico y sectario del pensamiento único que se presenta como verdad única y taxativa, demonizando todo “eso otro”, el enemigo (del propio negocio, del propio kiosquito del Ego y de los cursillos que venden esa verdad). La Guerra Santa de las Almas Nobles atrincheradas en su supuesta superioridad moral, y que de santa no tiene nada: pura impostura, bandera y barniz para el negocio, como lo fueron todas las guerras santas históricas. Veo ataques fundamentalistas, muy cobardes e idénticos al linchamiento, por parte de la Buena Nueva de la Astrología Tradicional o Clásica (sea eso lo que sea, cuando se la distorsiona presentándola como un pensamiento homogéneo, consistente y sin contradicciones o multiplicidad de voces internas), la nueva ola de los exaltados precariamente informados que tanto se parecen a las juventudes hitlerianas.

Y su contracara, el negativo, las otras Almas Bellas: los Nuevos Evolucionistas y el Evangelio de la astrología kármica y humanística llevadas a sus consecuencias más oscurantistas, las de un subjetivismo solipsista, de religión sectaria y snob (con toda la cruel frivolidad del esnobismo), gurúes con aspecto de publicidades de pasta dentífrica que promueven el presentarse como astrólogos (aunque con conocimientos mínimos de astrología) que funcionan como terapeutas  (aunque con formación habitualmente nula en terapia) y videntes infalibles de lo invisible (tu interior, tu pasado actual y prenatal), aunque la tensión de sus afirmaciones haga tan evidente que en su empeño los ciega la codicia y los anteojos oscuros de su propio ego. Y a quienes también veo apedrear al tonto o al hereje que no piense igual (yo mismo fui más de una vez lapidado por ellos y por los neotradicionalistas, amparados por las sombras y convenientemente protegidos con pasamontañas: un tema a resolver entre ellos y su alma, que no me compete).

Los exaltados en cuestión proliferan cada vez más, porque público hay para todo, y sobre todo porque lo simple, lo fácil e inmediato “vende”, especialmente si se presenta con una pátina de intensidad y como “la única verdad” (muy profunda, además, oh Alma Superior la tuya, comprador, la de Narciso contemplándose en el estanque, presto a ahogarse). Y las editoriales y las instituciones educativas, sea en el área pública o privada, han decidido claudicar y  seguir la corriente: la ola, con todo lo que va destruyendo en el camino. “Integrados”.

 

Por qué

En algún lugar de mi sitio web escribí hace mucho y luego reproduje en algún libro mío: “No hago lo que hago por placer, ni para expresarme o ser querido. Tampoco por ambición, por convicción o por los demás, ni siquiera por elección o por necesidad: todos subproductos de una pulsión fastidiosa, de un vicio. Lo hago porque no puedo dejar de hacerlo.”

No sé todavía si me equivoqué o no en todo, pero sigue resonando en mí una frase de Gurdjieff y que hace décadas sentí que reflejaba mi vivencia como docente: “Sólo hay que responder las preguntas que duelen”.

Me corrí hace años del espacio público institucional y mediático porque es parte constitutiva de una sociedad que está pasando una crisis colectiva de salud, y por ello mismo no puede evitar ese mismo espacio estar igualmente enfermo (o peor) y ensañarse con los anticuerpos que buscan defender la vida. Mi solución parcial ante la corrupción generalizada fue la de apostar a una convocatoria más íntima, a un camino iniciático interpersonal en línea con la autogestión educativa de Carl Rogers y con la noción oriental de alumno calificado. Y a riesgo de ser una voz en el desierto, al llamado y acompañamiento ocasional de quien hace el camino del autodidacta. Cada vez tiendo más a pensar, como Asimov, que “La educación autodidacta es el único tipo de educación que existe”. Con las redes, no quepa duda: arrasaron por contagio con lo valioso que había en las instituciones y editoriales de otrora, y al menos a cambio dan ahora una experiencia única e inédita de oportunidad para quien quiere hacer el esfuerzo de saber.

Gurdjieff decía una verdad muy simple, casi pueril de tan evidente: “Hay que aprender de los que saben”. Toda mi vida busqué a los que saben, y encontré a muchísimos guías. Muchísimos. Y maravillosos. Entrañables. La lista es enorme y merecería ser hecha en algún momento y en otro lugar. E intenté en mi camino garantizar la circulación y fortalecimiento de esos saberes, de lo valioso conocido y a ser todavía descubierto, convocando a otros buscadores de la verdad para generar esa masa crítica suficiente que generara un centro magnético eficaz desde los lugares adecuados.

Quizás llegó a suceder, pero aparentemente somos máquinas de gasoil o petróleo todavía no preparadas para esa nafta o gasolina refinada que es la astrología, y la estructura implosionó: hoy quedó en su lugar sólo una estrella enana negra que atrae desde las débiles radiaciones de su antiguo brillo a incautos o ambiciosos, una guarida de malandros que cínicamente saben que no saben pero facturan.

 

La siembra

También decía Gurdjieff que el verdadero conocimiento, sobre todo el relacionado con la autotransformación y el desarrollo espiritual, no podía simplemente entregarse o recibirse pasivamente: había que ganarlo y asimilarlo activamente mediante esfuerzo y la lucha personal, enfatizando la responsabilidad del individuo en la búsqueda del autoconocimiento. Porque ciertos conocimientos esotéricos son demasiado poderosos para personas no preparadas, y un uso indebido o precipitado podría provocar daños u obstaculizar un progreso genuino. Como el pitagorismo, el hermetismo o el esoterismo en general (aunque no precisamente la New Age), veía que esos conocimientos podían ser fácilmente malinterpretados y mal usados, de ahí el lenguaje oscuro, las metáforas y las contradicciones que incitan al trabajo interior del otro, porque la verdadera comprensión  proviene es ese trabajo y la experiencia internos, no solo de la comprensión intelectual, potencialmente superficial y sin sustento personal real.

Por eso la lucha por adquirir conocimientos es una parte valiosa del proceso de aprendizaje, al que le es constitutivo la disciplina, la perseverancia y el aprecio por lo adquirido: un sacrificio sincero y realizado gradualmente a lo largo del tiempo que implicaría un proceso transformador de autoobservación y conciencia física y emocional que va más allá de la adquisición intelectual, todo ello necesario para integrar el conocimiento en el ser genuino. El libre acceso podría trivializar ese esfuerzo transformador al dar el conocimiento masticado y con cuchara, desalentando el acto personal necesario de luchar activamente por él. De ahí la promoción a que la responsabilidad de la adquisición de conocimientos recaiga en el individuo, en su trabajo activo de buscar y comprender, independientemente de las circunstancias externas, abriéndose paso en la maraña de discursos supuestamente equivalentes (en su sentido etimológico: no de similitud o identidad, sino de que “valen” lo mismo) y que conviven en suspensión coloidal en la semiósfera digital.

Así que seguiré quizás, mientras lo sienta, sembrando, dispersando semillas, confiando en que alguna o algunas caigan en el lugar adecuado. “Una sola semilla puede cubrir de verde a un planeta”, decía Osho : es en mí lo más parecido a la esperanza, que nunca fue mi fuerte, pero sí el apostar a construir un futuro mejor. Si equivoco el camino, pido desde ya disculpas: no sé obrar de otra manera. Pero lo que tenga de valioso para decir o para dar, ahí va, de nuevo y como tantas veces:  PUBLICO Y GRATUITO.

Jerry Brignone

9 de diciembre de 2023

 

Un festín neoplatónico

Dante y Beatriz en el Paraíso (La Divina Comedia, ilustración de Gustavo Doré)

Larga pausa de nuevo desde mi última publicación, esta vez por haber estado abocado en exclusiva a la preparación de un espectáculo teatral que estaba pergeñando desde hace veinte años, curiosamente cuando al mismo tiempo abandonaba mi carrera profesional como actor y director para dedicarme a cuestiones académicas.

La obra Memorias de Juliano (esto es un link a información siempre actualizada de funciones) refiere a un emperador de cualidades extraordinarias que tuvo un rol protagónico en un momento de la humanidad igualmente extraordinario, cuando el antiguo pensamiento griego y diversas escuelas religiosas e intelectuales orientales se sintetizaban en una corriente filosófica que se subía a los anchos hombros de Platón para darle un sentido integral a la existencia, y que por ello se llamó Neoplatonismo.

Plotino (siglo III d. C.), pensador emblemático del Neoplatonismo

Y aunque esa corriente era un continuum ininterrumpido preexistente a Platón mismo, en el siglo de Juliano se jugó la disyuntiva de si se expresaría en un politeísmo abarcativo y tolerante, o si tomaría la forma de un monoteísmo excluyente de otras alternativas, como finalmente ocurrió con el cristianismo. Porque al Neoplatonismo le es esencial la idea de la coexistencia de la noción de la Unidad con, al mismo tiempo, la de la pluralidad, y si bien en él ambos polos nocionales no son vistos en una tensión polémica, era previsible que en su materialización social ciertos poderes e instituciones tomaran partido.

Rafael Sanzio – La disputa del Sacramento

No hay forma de dimensionar adecuadamente la importancia que tiene el Neoplatonismo para comprender las bases de nuestra sociedad, de nuestro pensamiento y de nuestros productos culturales. No sólo está en las raíces del cristianismo, sino también de aquello que llamamos esoterismo u ocultismo (hace un año dicté en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires junto a Damián Pereyra y la participación del Dr. Pablo Ubierna, la Dra. Gabriela Müller y el Pbro. Agustín Costa como docentes invitados un curso cuatrimestral intitulado ‘La matriz helenística del esoterismo occidental’ que daba cuenta de esto), hasta llegar a la New Age, y en múltiples pensadores y artistas que a lo largo de dos mil años conforman una cadena también ininterrumpida que tiñe y moldea muchas de nuestras percepciones. Lo sepamos o no, nos guste o no, estemos de acuerdo con ello o no: está.

Mandala tibetano

Por afinidades personales, el Neoplatonismo tuvo un lugar de privilegio en el programa de radio Las palabras y las notas que llevo adelante desde hace cuatro años y medio, y tuve la suerte de contar como invitados con académicos especialistas reconocidos en esta temática a nivel internacional, así como con artistas muy cercanos a esa perspectiva. En este post concentro las referencias a algunos de esos programas con sus respectivos links subrayados en negritas al audio online o para su descarga, para que quien quiera escuchar alguno o alguno de ellos, los tenga a mano. La cantidad puede parecer excesiva, pero quise dar cuenta de lo que hubo. De hecho, el conjunto de todas las emisiones habidas y cada una de ellas plantea una diversidad mandálica que es propiamente neoplatónica, y dejé varios programas afuera en donde de un modo u otro se había rozado el tema o estuvo ese “clima” pero no era un eje protagónico. En mi descargo, en estas semanas escuché nuevamente todos (sic) los 45 programas que refiero en esta publicación. Por eso quizás también quede claro por qué no escribo seguido: no me sale hacer un post como quien sopla y hace botellas.

Rafael Sanzio – La Escuela de Atenas, sínodo de todos los grandes pensadores de la Antigüedad

Comienzo por el más reciente, el programa 228, en el que participó la Dra. Claudia D’Amico, filósofa especializada en el Neoplatonismo medieval que ha hecho muchísimo por la concientización de la importancia de esta corriente tanto aquí como en el resto del mundo de habla hispana, particularmente con la obra de Nicolás de Cusa. Poco antes, en el 214, el invitado fue el Dr. Ezequiel Ludueña, también profesor en la cátedra de Filosofía Medieval de la UBA, conocido por sus trabajos sobre Escoto Eriúgena y su traducción del Banquete de Platón. Y en el 107, la Dra. Gabriela Müller, docente de Sánscrito y Filosofía Antigua en esa universidad, que profundizó especialmente en los antecedentes del Neoplatonismo en la obra de Numenio de Apamea.

Rafael Sanzio – La boda de Eros (el Amor) y Psique (el Alma) entre los dioses del Olimpo

También hablamos directamente sobre el tema en el programa 65 con el humanista Damián Pereyra, con quien en el 150 nos dedicamos más específicamente el Hermetismo, una forma compleja y específica que adoptó el Neoplatonismo durante siglos. El politeísmo, al cual dediqué el 208, es el marco en el que se movía esta corriente filosófica antes de la hegemonía cristiana, y es el sistema religioso que intentaron reinstaurar Juliano y mil cien años después Pletón, a quienes dediqué el programa 194, emitido desde Atenas.

Fra Angelico – La coronación de la Virgen

El mundo de Bizancio, es decir del medioevo cristiano grecoparlante instalado después de Juliano, es el tema principal abordado por tres distinguidos especialistas: el filólogo Dr. Pablo Cavallero en el programa 39, académico estudioso de la hagiografía paleocristiana, el historiador Dr. Pablo Ubierna en el 70, medievalista enfocado en el Mediterráneo oriental, y en el 25 el Lic. Igor Andruskiewtisch, Presidente de la asociación argentina de cultura helénica Cariátide, experto en el mundo Ortodoxo, particularmente el ruso. En esa línea ortodoxa también se detuvo mucho en el 57 el Lic. Giorgos Pappas, Consejero para América Latina del Ministerio de Educación y Culto de Grecia, así como en el 131 el docente de griego moderno Prof. Sabbas Rousalis.

El ascenso del alma por las esferas planetarias

Y el clima tan espiritual, entre pagano y cristiano, de la Pascua fue el tema del 27, el viaje neoplatónico del alma en la figura del peregrino el del 87, y la conversión religiosa – otro tránsito del alma insito a las mediaciones y traslaciones neoplatónicas – el del 30, mientras que en el 22, se abordó la temática del destino, central al componente estoico del neoplatonismo.

El destino, tema inquietante central a la práctica de la astrología, que tuvo en Argentina a su primer practicante conocido en el – qué duda cabe – neoplatónico genial Xul Solar, del quien hablamos con la directiva del museo dedicado a él, Teresa Tedin, en el programa 114. La creación de la astrología que conocemos es contemporánea a la del Neoplatonismo, y el uno y el otro se comprenden mutuamente. Por eso no es casual que el de esa filosofía fuera el clima que impregnara las visitas de Emma Cacioni, fundadora del Centro Astrológico de Buenos Aires (CABA) en el programa 29, Alberto Chislovsky en el 21, Ana Lía Ríos en el 154, Juan Saba en el 125 y el griego Dimitris Koronakis desde Atenas en el 199. También la artista plástica Mirta Gontad considera la astrología, y en sus participaciones de los programas 176 (especialmente centrado en el misticismo) y el 16, tuvo una presencia importante el sufismo (así como en los que nos visitó Pereyra, ya referidos), la rama mística del Islamismo tan teñida de Neoplatonismo, que también estuvo presente en la visita de otro artista plástico, Roberto Plate, en el 13, y en una veta similar pero más ligada a extremo Oriente, en la del artista estadounidense Stevens Vaughan en el 26, mientras que en el 68, del artista Juan Doffo (en el único programa hasta la fecha cuyo registro se perdió por razones técnicas pero que pude reconstruir parcialmente a posteriori), también ahondamos en estas consideraciones.

Hieronimus Bosch – Ascenso del bendito al Paraíso

E igual que en casos anteriores, sin necesariamente referirnos en forma explícita al Neoplatonismo, la espiritualidad y religiosidad desde una perspectiva sensible o estética (recurrentes en ese pensamiento) también estuvieron en la visita del ex Secretario de Culto de la Nación, Dr. Norberto Padilla en el programa 46, la del Pbro. Agustín Costa en el 40, el musicoterapeuta Lic. Santiago Buzzi en el 106, el psicodramatista Dr. Carlo María Menegazzo en el 151, la yoguista Dra. Marian Vilariño en el 86, el docente de hindi Gaurav Bhalla en el 115, el musicólogo Prof. Ramiro Albino en el 171, el coordinador de La Abadía, Lic. Miguel Frías, en el 167 y el cineasta Alejandro Saderman en el 127.

Quema de brujas en el Renacimiento

La luz, metáfora positiva recurrente del Neoplatonismo, al encontrarse con algo lo ilumina. Pero al mismo tiempo se proyecta una sombra, y cuanto más intensa la luz, más intensa la sombra. En muchas ocasiones la natural llamada hacia el espíritu y la religiosidad fue utilizada para la manipulación, expoliación y destrucción de otros seres humanos. Como en algunos sonados casos de posesión demoníaca y caza de brujas brillantemente abordados por el arte como reflexión social en el programa 163, incluida la más famosa novela de Umberto Eco en el 183, la así llamada por Wilhelm Reich peste emocional en los casos de posesión colectiva, como el nazismo y similares, en el 177, y dos víctimas de esa peste: Pier Paolo Pasolini, con su cine henchido de inquietudes místicas, a quien está dedicado el programa  94, y Sócrates, a cuya muerte dedicamos un programa con el filósofo Prof. Carlos Bustos en la emisión 149.

La Acrópolis de Atenas – El Partenón

Aunque el Neoplatonismo está tan presente en muchas manifestaciones del cristianismo latino y germánico, del sufismo islámico, de la cábala hebrea y en tantas corrientes filosóficas, esotéricas y artísticas de Occidente, siempre son visibles sus raíces griegas, por lo que transitar por Grecia y el mero referirnos a ella ya es un inicio de acercamiento. Está presente en casi todos los programas, a veces invadiendo la emisión toda. Y en algunos casos estuvo muy presente ese feeling neoplatónico que quise retratar con este post y en esos programas con música, palabras y encuentro humano, en la primera visita del Prof. Carlos Bustos en el 31, el homenaje a la ciudad de Atenas en el 204, aquel otro muy sentido a Grecia, en el primer aniversario del  programa, recién llegado del país, en el 52, o en la poesía de Constantino Cavafis, a la que dedicamos el 19, y de las poetisas griegas, una de las especialidades de la Prof. Nora Schamó, en su visita en el 105.

Los Sephirot del Árbol de la Vida y la Cábala hebrea

Esta vez mi publicación no fue narrativa, descriptiva o reflexiva, sino una pura mediación, movimiento del alma buscando comunicar contenidos que siento más que valiosos. Que es la pulsión que anima el programa mismo todos los sábados y que pervive y mora ahí, siempre disponible, en su archivo virtual. Ahora la abundancia agrega nuevos derroteros los domingos en esas Memorias: una continuidad emanativa que es siempre entusiasmo y celebración.

Santuario de Delfos

Jerry Brignone, 18 de marzo de 2019

 

La belleza de un ciervo sagrado

La aparición de un cineasta griego que logre que la cinematografía de ese país trascienda el reducido circuito local helénico o el elitista de los festivales de cine hacia un reconocimiento comercial e internacional más amplio es una gran alegría para los amantes del buen cine y de la cultura griega.

Reconozcámoslo: la experiencia de acercarnos al cine realizado en Grecia es más bien pobre o decepcionante, sobre todo ante las expectativas que pudiéramos traer por la trascendencia de ese país para la historia de la identidad occidental. Aunque los filohelenos atesoramos un puñado de películas muy queridas, la realidad es que no son cien por cien griegas, porque las películas que cruzaron fronteras llevaban insitas en la construcción de su ‘ser helénico’ una relación muy fuerte con lo extranjero, reflejando lo ocurrido con la independencia del siglo XIX respecto del yugo turco otomano pero bajo el patronazgo de las otras potencias europeas de entonces.

La mirada de Ulises, T. Angelopoulos

Hace tres años dicté en la Universidad de Buenos Aires un curso cuatrimestral gratuito donde proyectamos y analizamos desde la perspectiva de la semiótica social y los procesos de construcción imaginaria de identidades sociales once películas estrenadas entre 1960 y 2003 que tematizaban este interrogante sobre la identidad de los griegos contemporáneos y su relación con sus míticos antepasados ante sí mismos y respecto del extranjero.

Las once películas eran de muy buenas a excelentes, algunas filmadas o producidas por capitales griegos, otras claramente foráneas pero con asunto, personajes o actores griegos o de ese origen, y su elección obedecía obviamente a la temática abordada. Incluían dos de los ejemplos más tempranos, emblemáticos y fundantes: ‘Nunca en domingo’ de Jules Dassin y ‘Zorba el griego’ de Michel Cacoyannis.

Nunca en domingo, J. Dassin

La de Dassin, un prodigio cinematográfico por donde se la mire, es muy griega y filmada en el Pireo con mayoría de actores del país, pero fue escrita, dirigida y coprotagonizada por un norteamericano (aunque el apellido confunde, era un intelectual de Connecticut exitoso en Hollywood perseguido por la inquisición macartista). Y en ‘Zorba’, los tres protagonistas estaban encarnados por actores extranjeros (el mexicano Anthony Quinn, el inglés Alan Bates y la rusa Lila Kedrova), con un director que prefirió afrancesare el nombre para que pudiera circular en el extranjero. En ambas el idioma inglés supera ampliamente al griego y están claramente narradas desde la perspectiva de un extranjero angloparlante.

Zorba el griego, M. Cacoyannis

Cuando pienso en películas verdaderamente extraordinarias que me atrevería a incluir entre las mejores –digamos– cien vistas en mi vida, no puedo incluir ninguna ciento por ciento griega. Y ello pese a que allí hay cine desde un principio y que tuvo una Época de Oro como el cine argentino o mexicano de las décadas del 30 al 50, aunque un poquito más tarde, dado que no ayudaron las tremendas contiendas bélicas que debieron atravesar la primera mitad del siglo, incluida la guerra civil a fines de ese período.

Como en Italia pero con menos inversión industrial, el Plan Marshall trajo una sensación de bonanza en el esparcimiento de masas que se tradujo en una gran producción de comedias en blanco y negro y luego en color, muchas musicales y en un tono siempre costumbrista, a veces turístico, menos veces dramático o policial, y que si hoy se siguen dando en la televisión con un espíritu similar al de nuestros canales Volver o Cine.ar TV del INCA, convocan más bien a la nostalgia o a un gusto asumidamente camp por el cine de culto, sea por demodé, por berreta o por malo.

Rebetiko, C. Ferris

Los siete duros años de la dictadura de los coroneles (1967-1974), como en la inmediatamente posterior en Argentina, no ayudaron a la industria, y el regreso de la democracia trajo algunos productos bien nacionales interesantes y estéticamente prolijos como la ‘Ifigenia’ de Cacoyannis de 1977 y ‘Rebétiko’ de Costas Ferris en 1983, pero no lograron marcar una tendencia. Más bien hubo comedias torpes y dramas sociales autocompasivos y lamentosos que terminaban siendo bastante aburridos. Y más tarde el típico cine experimental para festivales cercano a la estudiantina que cada tanto los filohelenos corríamos a ver religiosamente en el BAFICI de Buenos Aires, contentos de escuchar a actores griegos hablando su lengua pero luego un poco tristes por no haber visto –una vez más– una gran película.

Ifigenia, M. Cacoyannis

Tres nombres lograron trascender y destacarse en el panorama internacional: uno de ellos es el ya mencionado Michel Cacoyannis, que también lo escriben a la inglesa Michael y Mihalis a la griega con fonética inglesa, lo que ya es todo un símbolo de su extensa formación temprana fuera de Grecia, en Inglaterra. Obtuvo cinco nominaciones al Oscar por ‘Zorba’, ‘Ifigenia’ y ‘Electra’ pero, su éxito no significó haber dejado una impronta por particularmente creativo o innovador.

Z, Costa-Gavras

Otro es el caso de Costa-Gavras. Su nombre, seudónimo de Konstantino Gavras, también refleja concesiones propias de su larga estancia formativa en el extranjero, en este caso Francia, pero de ningún tipo en los contenidos: todas sus películas hasta la fecha sostuvieron explícitamente una denuncia política valiente y admirable en producciones internacionales con actores famosísimos. Algunos son peliculones memorables y merecidamente multipremiados, como ‘Z’, ‘Estado de sitio’, ‘Missing’, ‘La caja de música (Mucho más que un crimen)’, ‘Mad City’, ‘Amén’ y varias más. Sin embargo griega-griega no hay ninguna, exceptuando que ‘Z’ se basa en una novela de ese país sobre el asesinato de un diputado que anticipó la dictadura de los coroneles, pero la trama transcurre en un sitio indeterminado y en francés con actores franceses (excepto Irene Pappas).

La mirada de Ulises, T. Angelopoulos

Theo Angelópoulos es un fenómeno diferente: su breve e intenso paso formativo por París simbolizan su esteticismo europeísta, pero sus películas son todas bien griegas. Como otros países con cinematografías luchando por abrirse paso, tuvo que recurrir al viejo truco de incluir como protagonistas a actores famosos extranjeros como Marcello Mastroianni, Bruno Ganz, Jeanne Moreau, Harvey Keitel y Erland Josephson, tal como nosotros hicimos en Argentina ya retornada la democracia (pienso en las protagonizadas por Mastroianni, Gian María Volonté, Liv Ullman, Julie Christie, José Sacristán o Imanol Arias). De todos modos, confieso que, más allá de su vuelo estético y que me gusta su cine, a veces me aburre por pretencioso, con sus planos interminables que le perdono a Tarkovksy o a Dreyer porque apuntan a lo místico en la esencia y los resultados, pero que en él tienen algo de pose que no me agrada.

El sacrificio de un ciervo sagrado, Y. Lanthimos

En fin, los mencionados están muertos o ya demasiado grandes, y como filoheleno amante del buen cine me alegró mucho ir viendo cómo un joven griego llamado Yorgos Lanthimos fue armándose un nombre ya desde su primera nominación al Oscar como mejor película extranjera en 2009 hasta su última película ‘The Favourite’, que acaba de ganar ayer el Gran Premio del Jurado en el Festival de Venecia, el premio a la mejor actriz protagonista y fue híper bien recibida por la crítica (supongo que acá la veremos recién el año que viene, ¡ufa!).

Yorgos Lanthimos (derecha) dirigiendo a Colin Farrell (centro)

Las dos primeras de estas últimas cinco películas tan reconocidas en los Oscar, Cannes, Venecia, Bafta y varios otros festivales, además de los de su país, son cien por cien griegas: ‘Kynodóndas’ (‘Canino’ o ‘Dogtooth’) y ‘Alps’. Las tres siguientes, dado el éxito de las primeras, tienen capitales y escenarios extranjeros con actores internacionales de trayectoria (Nicole Kidmann, Emma Stone y John C. Reill, y dos veces Colin Farrell, Rachel Weisz y Olivia Colman). Muchos argentinos vieron en televisión en el canal I-Sat ‘Canino’ y ‘Langosta’ (‘Lobster’), sin duda películas muy raras y que a mí me agradaron –al igual que ‘Alps’–, pero no me enloquecieron. Si hubiera sido por esas tres obras, no estaría escribiendo este artículo. Pero cuando fui a ver ‘El sacrificio de un ciervo sagrado’ (‘The killing of a sacred deer’), apenísimas empezada sentí que estaba delante de uno de esos grandes directores que a uno le conmueven radicalmente la existencia. Definitivamente. Y heme aquí.

El sacrificio de un ciervo sagrado, Y. Lanthimos

No soy crítico de cine o de arte, no sé ni me gusta analizar películas: cuando una buena obra de arte me conmueve quedo literalmente mudo y después no sé qué decir (me pasa lo contrario con el mal arte, que me produce una larguísima serie de insultos explícitos o sublimados que no se agota hasta que llego a compensar el disgusto sufrido). Sin embargo, semanalmente en mi programa de radio abordo alguna producción que considero particularmente valiosa narrando algunos detalles de color, algún elemento no spoilero de la trama y aludiendo a evocaciones, emociones específicas y el entusiasmo que me pueden provocar a mí o al invitado de turno.

De izquierda a derecha: Keoghan, Kidman, Lanthimos y Farrell en Cannes

En el caso de esta película de Lanthimos puedo decir que, como en sus obras previas, admiré los fortísimos riesgos asumidos por el director, empezando por el clima surrealista que genera la demarcación actoral, muy inusual y bizarra, y doblemente loable en cuanto se prestaron a ella luminarias como Nicole Kidman y Colin Farrell, ambos artistas que admiro inmensamente porque son gente linda y talentosa que se juega muy seguido también a elecciones de mucho riesgo y que ya me predispusieron favorablemente por su mero estar ahí: cuando el alto riesgo se equipara con alta calidad, las mandíbulas se me caen como a cualquier troglodita frente a un buen artista de circo. Los jovencitos están también fantásticos, muy particularmente Barry Keoghan, que tuvo unas cuantas nominaciones y premios por este papel.

Barry Keoghan en El sacrificio de un ciervo sagrado

La acción transcurre en Estados Unidos y desarrolla la típica trama de una familia de la alta burguesía cuya paz aparente se ve interrumpida por la irrupción de un extraño (Keoghan). Como en toda muy buena película, no importa tanto qué pasa como cómo se lo muestra. Se nota que el director también hace teatro, y a mí me hizo recordar mientras la veía a lo mejor de Haneke (sobre todo el de ‘Cachet’ o ‘Escondido’ o el de ‘Family games’), de Kubrick (particularmente de ‘El resplandor’) y de Pasolini (el de ‘Teorema’ y ‘Saló’). Lo que ya da una idea de la inquietud visceral que genera la obra, presentada en los medios como un thriller psicológico o sencillamente como una película de terror, que es el sentimiento que va in crescendo desde un primer momento hasta el final. Pero de la mano de una emoción estética que tiene que ver con la belleza en su más pura expresión, la del buen arte sincero, articulado e inteligente, y que aquí tiene toda la fuerza de la tragedia griega, sin olvidar otro componente intrínseco de la misma: el humor irónico, que aquí lo hay por demás y a veces con los recursos del teatro del absurdo a los que Lanthimos es tan proclive.

Colin Farrell y Nicole Kidman en El sacrificio de un ciervo sagrado

Después de mi larga introducción sobre mi percepción del cine de Grecia, cualquiera podría con todo derecho objetarme: ¿Y qué tiene de griego esta película, exceptuando al director? Bien, elípticamente (según él no estaba en la idea original de la obra) el título, la acción y una mención tangencial aluden a la tragedia de Eurípides ‘Ifigenia en Áulide’, donde para poder partir hacia la guerra de Troya su líder, Agamenón, debe sacrificar a su propia hija Ifigenia por orden de la diosa Artemisa para compensar la matanza que él había realizado por error de un ciervo sagrado en el bosque de la diosa (cierta tradición mitológica y literaria harán que luego Artemisa reemplace a la chica en el altar del sacrificio por otro ciervo sagrado). Pasolini afirmaba: “Los griegos tenían razón cuando decían que los pecados de los padres los pagan los hijos.” Y agregaba: “Es inevitable que así sea. Porque además así debe ser”.

El sacrificio de un ciervo sagrado, Y. Lanthimos

Cuando hace unos años, después de ver ese canto del cisne del genial octogenario Sidney Lumet que es ‘Antes que el diablo sepa que estás muerto’, salí del cine destruido y sin poder hablar por horas, sentí que por primera vez desde hacía mucho tiempo vivía el desgarro interior monstruoso asociado con la contemplación de la tragedia griega y sus crímenes familiares, la catarsis depurativa por el terror que menciona Aristóteles al caracterizar su esencia. Aquí viví lo mismo, ayudado por la banda sonora, potentísima, de música académica religiosa de distintos autores como Bach y Schubert, pero sobre todo de contemporáneos como Ligeti y la Gubaydulina, entre otros, que evoca esa vivencia de lo sagrado irrumpiendo en su forma más oscura y terrible: la de la justicia divina, inexorable y ausente de toda maldad.

El sacrificio de un ciervo sagrado, Y. Lanthimos

En suma, tuve el impulso de sentarme y compartir esto porque rara vez –no sé, digamos, cada dos años– tengo la impresión de haber visto una gran obra, de esas que le dan sentido por su mera existencia a la historia toda de la humanidad. Y en esto pido casi disculpas de que en mi vida el arte tenga esa dimensión tan central y fundamental psicológica, filosófica y religiosa, porque soy consciente de que para otros no es así o de que desde luego no los (con)mueven las mismas obras. Pero confío en que estos jirones de frases e imágenes puedan inspirar alguna curiosidad por ver esta pieza en particular, que ya por su misma calidad a mí me redime al cine griego moderno. Lanthimos y la belleza de su ciervo sagrado mediante.

Por lo que le estoy entonces tan, pero tan agradecido.

El sacrificio de un ciervo sagrado, Y. Lanthimos

 

Jerry Brignone, 9 de septiembre de 2018

 

Los sabores y aromas de Grecia

Aromas y sabores. Invisibles, inaudibles, intangibles. Su presencia nos toma por sorpresa con la intensidad de una magia envolvente, tan inesperada como el reencuentro accidental con un viejo libro o un amigo de infancia.

Empecé este blog hace unas semanas en Atenas sin pensar que las primeras entradas iban a tener que ver todas con Grecia, pero su impacto en mi cuerpo y en mi alma sigue siendo siempre tan total que no puedo dejar de compartir algunos atisbos de eso que me conmueve.

Un día saboreando alguna cosa me dije que quería transmitir algo sobre las sensaciones aromáticas y gustativas que recurren en mi vida desde hace 25 años con esa bendita cultura y que me anclan en cada regreso, como Ulises con Itaca o el alma peregrina de los neoplatónicos retornando al Uno. Ahora ya lejos, la reminiscencia de esas sutilezas tan presentes y poderosas me cuesta en Buenos Aires tanto como a esa misma alma inmersa en los meandros del mundo o a Ulises en los avatares de sus aventuras.

También fue hace 25 años que descubrí con admiración la escritura de Süskind y la forma en que lograba recrear con toda su intensidad el sentido primario, atávico y místico del olfato en su novela ‘El Perfume’. Dudaba que pudiera ser nunca reflejado en el cine y, pese a la belleza de las imágenes, el intento sustancialmente fallido de Tykwer me lo confirmó. Y aunque ahora me encuentro con el mismo problema pero sin el talento literario de ese escritor ni el visual del cineasta, no puedo evitar compartir un par de imágenes y palabras para evocar ese mundo tan presente y particular.

Aunque aclaro que no va a ser éste un artículo sobre cocina griega, ya que le dediqué al tema una hora entera de mi programa de radio en una emisión que transmití alguna vez desde Atenas con información más que abundante y completísima. Salió muy entretenido, incluso divertido, y se puede escuchar online aquí:  PROGRAMA DE RADIO COCINA GRIEGA.

 

Si de aromas se trata, Atenas tiene olor a pino. Hay poco verde en la ciudad, pero cuando acabó de llover y uno sale a caminar en o cerca de los muchos parques poblados de coníferas, el aroma dulcemente astringente de la resina embriaga las papilas. Sobre todo rodeando al Lykavitós, la Acrópolis, el parque de Ermoú y Pireós, el Jardín Nacional y las laderas de las tres montañas que rodean a Atenas: el Parnés, el Pentélico y el Imitós. De hecho toda Grecia es un país montañoso enclavado en la península balcánica, lo que le da un aspecto más europeamente conífero que lo que imaginamos en primera instancia cuando pensamos en sus costas y en sus islas mediterráneas.

Y el pino es lo que le da su aroma inconfundible al retsina, el vino blanco o rosado griego que desde hace milenios tiene ese sabor único, tomado en su momento de la resina que usaban en los barriles para su mantenimiento y sellado hermético.

Hay gente a la que categóricamente no le gusta: no es mi caso, me enamoré de ese vino y ese matiz ligeramente seco, amargo y perfumado ya antes de viajar por primera vez al país, y no puedo imaginar estar ahí más de unas pocas horas sin haber descorchado y catado ese viejo sabor que me da la bienvenida.

   

  

Acompañado de tzatziki (hablé de esa salsa o ensalada metafísica de pepino, ajo y yogurt en la entrada anterior), si es posible con un poco de la proverbiales aceitunas griegas, que merecerían todo un artículo aparte por su variedad, pero me ciño aquí la fuerza de su sabor agrio, amargo y tan oscuro como su color.

Especialmente acompañados de paximadakia, rebanaditas de pan integral duro y seco de Creta, o sino de cualquier pan griego comprado en panadería, que en este país tiene siempre la cualidad de parecer artesanal casero o rústico, recién salido del horno, con el aroma y los sabores que naturalmente esto supone.

Así como para mí Grecia “es” retsina, también me sorprende en cada visita el sabor único del jugo de guindas (vísino), para ellos un jugo más de los que venden en kioskos y supermercados, pero que a mí quizás me fascina porque no es común en mi país.

En letras chicas en inglés el envase dice “cerezas agrias/ácidas”, y en ese sabor refrescante de fruto rojo astringente y perfumado habita uno de los muchos dioses hospitalarios que nos reciben a los visitantes.

Hablé de olor a pino. También caminando por las calles de Atenas uno no puede dejar de sentir el olor al café, sobre todo a la mañana, porque el griego es totalmente cafeinómano. Me atrevería a decir que con menos sofisticación que el italiano (al que admiran y copian cada vez más en esto), de manera que sobreabunda la cantidad y la variedad por doquier, incluso con personas caminando por la calle a cualquier hora con su vaso de plástico o papel con café (el nes frappé fue reemplazado por el freddo espresso) y más allá de los ámbitos específicos: el café como lugar de encuentro y debate es toda una institución que toma hoy el lugar de la antigua agora griega.

Aunque quizás más que el olor a pino y a café, durante casi todo el día uno puede sentir en Atenas casi a cada paso el olor a carne asada. La famosa dieta mediterránea es muy balanceada con sus verduras y demás, pero el griego es muy carnívoro y no concibe una comida si no contiene algo de carne de cerdo, cordero o vaca. Sobre todo asada, rociada con limón, ajo, orégano y otras especias, y si es posible acompañada con papas fritas.

El suvlaki (pincho, brochet o kebab) está a la orden del día, y si de aromas y sabores caminando por la calle se trata, un verdadero acontecimiento es el gyro, la carne, básicamente de cerdo, asada en un spiedo vertical como el shawarma árabe de Buenos Aires que se come al plato o, sobre todo, “en paquete”, enrollado en un pan árabe muy fino o pita y un envoltorio estilo papel manteca con pedazos dentro de tomate, cebolla, tzatziki y especias. Un conjunto nutritivo, económico y sabrosísimo con el que uno podría si quisiera sobrevivir durante meses como único plato y al mismo tiempo tocar a diario el cielo con las manos (puedo dar cabal testimonio).

Y yendo por la calle cada tanto hay también carritos con vendedores de frutos secos y sus mercaderías en bolsitas de papel, que incluyen los famosos, sabrosos y un poco onerosos pistachos.

Y una delicia que descubrí hace muy poco y que no sé qué nombre tiene: el maní de ellos es más grande que el conocido nuestro y, además de muy salado, lo venden también en garrapiñada con un baño de miel muy perfumada y rebosada después en sésamo, lo que resultó en otro de mis vicios gustativos diarios.

Por supuesto también uno encuentra en la calle temprano y a toda hora por un precio muy bajo y para saciar el hambre del momento los kuluri o roscas grandes más bien secas, en su versión “neutra”, apenas salada y cubierta de sésamo, o sus variantes dulces o saladas con cosas adentro como queso, aceitunas, chocolate o cerezas.

Fruto este último, dicho sea de paso, que como hay varios puestos en la calle vendiendo fruta fresca al peso, uno puede comprar de a medio kilo o kilo completo por una cuarta parte de su valor en Buenos Aires e ir comiendo mientras camina por las calles, devorando con los ojos todo lo que la ciudad tiene para ofrecer cada día.

Acercándose al Mercado Central por la calle Athinas desde Monastiraki a Omonia, además de la intensidad intoxicante de los aromas (no siempre gratos, como pasa con las pescaderías), se encuentra invadido por una ola de griteríos de vendedores y variedad de imágenes visuales única: es uno de los lugares donde Atenas deviene inmediatamente en Oriente, la agitación y la variedad del bazar persa se hacen una realidad muy griega, popular y cotidiana: el Agora.

De la que sale la calle Eurípides, donde se encuentran concentradas por unas cuadras las principales casas de especias, que se venden en grandes cantidades y a precio casi mayorista, pero con una calidad realmente extraordinaria.

Caminar ahí sí que es una experiencia olfativa psicodélica: cada paso es un rearmado caleidoscópico de oleadas de aromas intensos y múltiples que no sé nombrar por mi inexperiencia léxica en el tema, pero que parcialmente pude recorrer en los maravillosos platos que día a día durante tantos años me preparó en Grecia mi tía Katerina y que reaparecen con la misma fuerza en los platos caseros de un oscuro tugurio subterráneo único, a metros de ahí, en la esquina de la calle Sócrates, donde al bajar uno siente que retrocede auténticamente varias décadas en el tiempo.

Desde luego Grecia tiene también su cuota de sabores embriagantes en los frutos de mar y las variedades infinitas de pescado, sobre las que no voy a detenerme, pero sí señalo que no dependen de una elaboración particular de los ingredientes o de la condimentación, sino de la fuerza misma del sabor de esos ingredientes.

Lo que ocurre de un modo mucho más modesto pero igualmente contundente con la ensalada griega (joriátiki salata), esa mezcla de tomate, pepino, queso feta (el queso blando de cabra semicremoso típicamente helénico), cebolla, morrón, sal, pimienta, vinagre y aceite, donde cada uno de sus componentes, cuando es auténticamente griego, no tiene parangón con las burdas versiones que uno puede comer de cosas con ese nombre fuera del país. Y donde lo más importante es la fuerza cohesiva de la calidad del aceite de oliva, tesoro de una larguísima tradición milenaria y cuyo sabor no puedo compararlo con el de ninguno de los otros aceites de oliva virgen que conocí (exceptuando el artesanal italiano).

Encuentro esta misma fuerza del sabor puro en otro de mis platos preferidos, el saganaki, queso frito o a la parrilla (en el estilo de nuestra provoletta, pero más duro: es el kefalograviera) que se sirve con orégano y otras especias, un hilo de ese aceite y rociado de mucho jugo de limón recién exprimido.

No quiero dejar de mencionar un aroma típico que sólo encontré en Grecia y que por esto mismo para mí es sinónimo de ese lugar bendito.

Me refiero al mastic, que en los diccionarios españoles aparece como ‘almáciga’, una resina de una planta pistacia proveniente de la isla de Quíos (Jiós), con la que se hace incienso pero también unas golosinas muy especiales y un licor, el mastika o mastija, que, más allá de su parentesco con el ouzo anisado y su versión más fuerte del tsipuro (siempre muy popular en Grecia), tienen el aroma único de esa sustancia extraordinariamente perfumada y dulzona que se puede también disfrutar por ejemplo en el helado de ese sabor.

Grecia es una sinfonía de sabores y de olores en la que uno puede zambullirse plenamente en toda su variedad e intensidad, una invitación a una forma extrañamente invisible de plenitud. Como ejemplo, basta con sólo empezar la mañana acompañando el café con una bugatsa, esa bolsa de masa filo dorada crujiente rellena de crema pastelera aromatizada y cubierta de azúcar impalpable y canela. El resto: todo lo dicho y tanto más, ahí nos espera flotando envolvente en el aire. Como la música.

Y como el espíritu. Doy fe.

Jerry Brignone, 29 de agosto de 2018

El verano y las tabernas en Atenas

Grecia es sinónimo para muchos de verano con su mar, sus playas, sus casitas blancas mediterráneas y una picada al aire libre bajo la luna y las estrellas… También sinónimo del escenario arquetípico de la taberna y la alegría de su música en vivo bebiendo, comiendo y bailando. Pero, paradoja, en Atenas no hay tabernas en verano.

¿Y esto a quién podría importarle? ¡Bueno, a mí muchísimo y me costó varios viajes convencerme! Hoy, recién regresado de una larga estadía estiva en esa ciudad y todavía embargado de fuertes y hermosas vivencias, sigo sintiendo la relevancia que podría tener el tema para cualquier persona interesada no sólo en Grecia sino también en los fenómenos culturales en general.

En mi caso no es para menos: me había enamorado perdidamente de ese país y de su cultura toda hace 25 años, a principios de los 90, justamente por una visita a una taberna, una de las últimas que quedaban en Buenos Aires, espacios maravillosamente decadentes (como en algunos casos, nuestras milongas) que habían sabido de tiempos mejores y que por entonces transitaban sus últimos estertores.

La taberna en cuestión quedaba en Montevideo y Córdoba. Un lugar del cual no sabía nada y que sólo tenía un cartel colgando en la puerta con la inscripción “Takis Taberna Griega”. Sin existir todavía Internet y con poquísima música griega en las disquerías, mi interés reciente por ese mundo musical que ya adivinaba fascinante me llevó a vencer mi timidez y por fin una noche animarme a meterme.

Estaba casi vacío, lo que me sirvió para relajarme e ir entrando en confianza. Después de un largo rato llegaron los músicos y empezaron a tocar, con uno de ellos cantando (el Takis del cartel, de apellido Delénikas). Y decididamente me gustó. Muchísimo, Esperaba cada tema cada vez con más ganas, mientras iban sumándose nuevos parroquianos, que habrán alcanzado a unos treinta. Me sorprendió ver que algunos se levantaban y bailaban en la pequeña pista: generalmente danzas de dos o de uno, y también alguna más grupal.

A medida que se iba caldeando progresivamente el clima, los bailarines se iban sucediendo, ninguno contratado para un show, sino los mismos clientes que asistían a la velada. Y lo que más me fascinaba, mientras caía en la cuenta, era la asombrosa diversidad de ese público: marineros que suponía griegos, claramente algunas prostitutas, gitanos en algunos casos de aspecto de cuidar, pero también ejecutivos de traje y corbata y familias enteras con sus viejitas venerables y los niños manejándose como en casa. Cada uno pasaba y tenía su momento de protagonismo, y cuando no, miraba con respeto al que estaba en ese momento adelante. En ciertas rondas grupales participaban casi todos, en una diversidad sociológica que me resultaba inconcebible en ningún otro contexto.

¡Y con esa música! Esa misma música que Jorge Luis Borges cantó en su poema “Música griega”, surgido de su atenta y reiterada escucha en ese mismísimo espacio donde yo estaba, cuando su esposa María Kodama tomaba clases de danza con quien después sería mi gran amigo, Jorge Dermitzakis, y Takis hacía trinar su buzuki y entonaba con su voz inconfundible esos temas hechos de puro espíritu. La comunión de esa música pitagórica de las esferas con esa festiva convivencia en la diversidad por el otro, más una justa dosis de bebidas espirituosas acompañando danzas tan vívidas y únicas, se me hacía en todo la figura de un paraíso aquí en la tierra, un arquetipo de lo totalmente posible porque de hecho estaba ocurriendo ahí. Si una palabra pudiera resumir lo que en ese espacio ocurría era “alegría”. Una alegría primordial como aclamación de la vida, simple y espontánea celebración de existir.

Cuando salí de la taberna esa noche, sabía que algo había sido profundamente conmovido dentro de mí y sin necesidad de meditarlo ni por un instante supe que había encontrado el mundo en el que quería vivir. Fue una experiencia en todo sentido iniciática y la segunda visita que mencioné no tuvo que ver ni por asomo con la desilusión, como a veces pasa con estas cosas sino, al contrario, con una plena confirmación. A los treinta y un años de edad fui enteramente poseído en cuerpo y alma por el espíritu de la Hélade y me preguntaba en qué había malgastado mis treinta años anteriores.

La plenitud que me causaba escuchar música griega y verla bailar naturalmente me llevó a querer aprender a bailarla y ser uno más con la gente de la taberna. Aprendí con una mujer en un local nocturno griego en Perón y Suipacha llamado “Oniro”, no muy entusiasmante como taberna pero no importaba: era griego. Lo mismo podía decir de “Fandasu”, traducción literal al griego del “Imagine” de John Lennon, de quien el dueño era fanático. No había muchas más opciones: el famoso sótano “Alexis” de Cerrito y Santa Fe había perdido su antiguo glamour y ahora era un bar de coperas donde lo único que se escuchaba de griego era una versión paupérrima de Zorba una sola vez en la noche. Por su parte, el legendario “Skorpios” de Santa Fe y Rodríguez Peña, que tanto hizo delirar a Buenos Aires en los 70 y parte de los 80, ya había cerrado hace rato y todos los otros poco a poco languidecían.

Como ya dije, me fascinaba el aire decadente de estos espacios que desaparecieron hace años por diversas variables económicas, incluyendo que los barcos griegos ya no atracan en nuestro puerto y que con los años los inmigrantes están cada vez más grandes o muertos. Me remitían a otro mundo, un poco marginal y un poco encantado. Takis cerró su local de la calle Montevideo y abrió otro en Humberto I y Entre Ríos llamado “Salónica”, pero convocaba poco público, excepto las trabajadoras que se morían de aburrimiento. Después se mudó a la taberna “Zorba” de Independencia a una cuadra de Entre Ríos, con mayor convocatoria, no sólo algunos marineros sino también muchos gitanos, ladrones confesos muy divertidos y muy de vez en cuando algún griego local o descendiente.

En casi todas mis visitas la pasé fantásticamente bien porque ahí también por fin me animé a salir a bailar, y luego cada vez más. Como sentía que me tenían cierto aprecio y esto me daba confianza, junté fuerzas y pedí cantar en griego con la orquesta mis dos tres caballitos de batalla que me sabía de memoria.

Estudiar el idioma para entender qué decían las letras me abrió nuevos caminos en la vida, pero la visita al país en cuestión era un hito inevitable, una Meca. Y fue confirmatoria y nuevamente iniciática: el primer viaje de un mes en el invierno griego y otro poco después de dos meses profundizaron este entusiasmo, y viví algunas experiencias nocturnas de taberna intensas con ese sabor de lo auténtico y músicos más sofisticados.

Cuando, años después empecé a por fin poder visitar el país en verano, como hacían la mayor parte de las personas que yo conocía y envidiaba por eso, empecé a buscar lógicamente el súmmum idealizado de la experiencia de taberna pero en los entornos igualmente idealizados del aire libre y demás. Y me tomó tiempo convencerme de que no era una cuestión de mala suerte, sino una realidad de la que me terminaron de persuadir varios residentes, el hecho de que el “formato taberna”, si bien menos popular y numeroso que hace unas décadas, en Atenas era un fenómeno más bien invernal. Porque el griego, con su excelente clima mediterráneo tan poco lluvioso, asocia necesariamente el verano con el aire libre, y ese escenario grupal festivo no pareciera adecuado a los patios abiertos en las veredas. Causa o consecuencia es que los mejores músicos también se toman vacaciones (para los griegos son sagradas) o, más lucrativamente, se van a trabajar a otros países con fuerte inmigración como Estados Unidos, Canadá, Australia o Alemania.

Pero porfiado, el que busca encuentra, aunque no encuentre exactamente lo que buscaba. Amo demasiado a esa ciudad, a la que en otros artículos le dedicaré más espacio, y una de mis pasiones desde mi primer encuentro es caminarla, caminarla y caminarla en todos sus recovecos y callecitas, y de a poco y con las horas de caminata diaria durante meses y a lo largo de los años pude ir descubriendo algunas cosas.

No quizás tabernas en el sentido hasta ahora expuesto, pero en Atenas en verano hay un clima musical, un entorno en el que por una razón u otra uno está siempre escuchando sonar alguna música, sobre todo griega. Desde luego hay decenas de locales de comida y bebida con mesas al aire libre para turistas e inclusive griegos, y muchos de ellos tienen dos o tres músicos tocando en vivo, generalmente con micrófono. Apiñados en el centro habrá unos veinte o más. Pero lamentablemente la rutina comercial orientada al extranjero hace que la perfomance de la mayoría de esos músicos que están ejecutando durante horas todos los días tenga cualquier cosa menos entusiasmo y, en muchos casos, menos todavía pericia técnica o calidad musical. En Grecia hay un término para esto: ‘skiládiko’ (skilos significa perro, o sea que los cantantes “ladran” como perros). Lo que a mi sensibilidad le causa el efecto contrario al deseado.

Poco a poco fui descubriendo sin embargo que en tal o cual lugar algunos días de la semana podían encontrarse músicos que ponían el alma en lo que hacían, contagiando el placer que les daba tocar y transmitiendo todo eso que pude haber vivido, aunque fuere de otra manera, en mis experiencias iniciales de taberna. Esa plenitud, esa alegría, esa emoción, esa exaltación, esa mística que no puedo adjudicar solamente a un gusto personal mío, sino a algo del orden de lo que Gurdjieff llamaba “el arte objetivo”.

Pude encontrar apenas tres o cuatro de estos lugares, no más, pero fueron un tesoro. Quedaban en mis calles favoritas de Atenas, en el centro histórico: Ermú, Adrianú y Mnisikléus. En una de ellas los músicos eran casi siempre distintos, nueve de cada diez casos, excelentes, y encima tocaban sin micrófono, lo que le daba un aura más especial todavía. Pocos parroquianos en un lugar maravillosamente desangelado, céntrico, en plena calle y con cero estrategias de seducción al turista, con artistas especializados en la rembétika, esa música que tiene un dejo de otro mundo, incluso oriental, y no sólo con guitarra y buzuki, esa especie de mandolina típica de la música griega, sino también con algún otro instrumento folclórico.

La música griega, aunque refiere en sus letras a ese dolor tanguero y quejoso, en general tiene esa alegría, esa vitalidad, esa luminosidad que es como un canto a la vida, pero hay que recordar que ellos también son los inventores de la tragedia. De hecho, tragudi, que en griego moderno es canción, tiene la misma base de tragedia, porque la tragedia se cantaba: declamada pero también con música. El antiguo ritual del dios del vino Dionisio con el chivo expiatorio, el tragos, que es la base del teatro y de la liturgia cristiana, tiene un pathos típicamente mediterráneo que en estos espacios se hace más que presente.

En lugares como éstos pasé literalmente casi todas mis noches de estos últimos largos viajes en Atenas, y como una parte de mi disfrute también es compartirlo, por eso este escrito. También lo hago casi semanalmente en mi programa de radio, del cual pueden escucharse los hasta ahora 200 programas en este link de aquí:  LINK,  donde a veces dediqué un programa entero a Grecia e inclusive  ESTE  a la taberna, emitido, como otros, desde Atenas. Y para quien guste meterse un poco más en esta música más allá de los comentarios del programa, comparto aquí un link de descarga de más de 150 temas en mp3 que fui juntando con los años e incluyen desde luego a la mayoría de mi favoritos:  MUSICA GRIEGA.

La taberna es una pieza clave del imaginario griego en su forma de concebirse a sí mismo y de cómo vemos a esa cultura, un lugar esencial en la construcción de su identidad: casi todas las películas en blanco y negro de la época del cine de oro de Grecia transcurren ahí. Sobre todo y arquetípicamente, esa maravilla cinematográfica de 1960 que es ‘Nunca en domingo’ de Jules Dassin, protagonizada por su esposa Melina Mercouri.

Desafortunadamente Buenos Aires no ofrece mucho lugares donde se pueda vivir esto: hemos tenido históricamente una pésima suerte con los restaurantes griegos (sea en cantidad como, sobre todo, en calidad, más allá de su éxito), y a falta de las verdaderas tabernas a las que me referí, ahora hay una fiesta grupal que algunas colectividades griegas organizan cada tanto y a la que llaman ‘taberna’, pero donde para mí están ausentes la calidad y la mística de todo lo descripto.

Como dije, a esa taberna de Takis Delénikas de la calle Montevideo venía seguido Jorge Luis Borges, que escuchaba muy atentamente, mientras María Kodama tomaba sus clases de danza griega. Y una noche escribió este poema, que le dictó por teléfono a Carlos Ulanovsky para publicar en Clarín en 1985, un año antes de morir, con el título ‘Música griega’:

Mientras dure esta música, seremos dignos del amor de Helena de Troya.
Mientras dure esta música, seremos dignos de haber muerto en Arbela.
Mientras dure esta música, creeremos en el libre albedrío, esa ilusión de cada instante.
Mientras dure esta música, seremos la palabra y la espada.
Mientras dure esta música, seremos dignos del cristal y de la caoba, de la nieve y del mármol.
Mientras dure esta música, seremos dignos de las cosas comunes, que ahora no lo son.
Mientras dure esta música, seremos en el aire la flecha.
Mientras dure esta música, creeremos en la misericordia del lobo y en la justicia de los justos.
Mientras dure esta música, mereceremos tu gran voz Walt Whitman.
Mientras dure esta música, mereceremos haber visto, desde una cumbre, la tierra prometida.

Jerry Brignone, 14 de agosto de 2018

Tango argentino en Atenas

Anoche tuve una experiencia surrealista que me hizo pensar (y sentir) mucho. Volvía a casa no muy tarde de haber estado tomando copiosamente y disfrutando música en vivo sin micrófono en una taberna griega aquí en Atenas, mi anteúltimo sábado en esta décima estadía de dos meses en esta ciudad bendita. La había pasado bien, los músicos eran muy buenos y había habido buena compañía, pero mi jornada ya había llegado al límite, así que decidí volver temprano caminando para despertarme al alba y seguir escribiendo la obra de teatro que quiero estrenar dentro de poco.

Volvía por la calle Ermú, mi calle favorita de Atenas y que conecta directamente esa taberna con el departamento en donde paro. La calle Ermú, de mi queridísimo Hermes, uno de mis Dioses tutelares, patrono de la amistad y amigo de los hombres, el mensajero que conecta los mundos divinos y humanos y a los seres entre sí (lo hermoso del politeísmo es que uno puede y suele ser bendecido por los favores de más de un Dios y ser su agradecido ahijado sin mayores celos entre ellos: me cuesta tomarme en serio a un dios celoso).

Ermú merecería un largo comentario, pero lo dejo para otro día. En su extremo oeste hay una zona que podría perfectamente adjudicarse por igual a Thissío, Petrálona, Gazi, Keramikós o Tecnópolis (los límites entre los barrios griegos son menos precisos creo que los de los barrios de Buenos Aires, quizás también porque son mucho más pequeños). Esa parte no tiene edificaciones residenciales, es más bien puro verde y algo de mármol y cemento, si tuviera que compararlo con algo de mi ciudad natal andaría entre el Parque Recoleta, Parque Lezama y Retiro. La cruzo muchas noches cuando decido volver a casa por debajo y sin subir la cuesta de la Acrópolis bordeando el monte Filopapos: a mi avanzada edad y con más de treinta grados de temperatura (escribo a fines de julio), estoy eligiendo caminos más llanos.

Mientras me acercaba, inconfundibles y tapando de a poco a las chicharras, se iban haciendo cada vez más presentes sones amplificados de tango. Tango argentino. Finalmente veo a algunas parejas bailando en una pequeña planicie de mármol pulido, sin mayor iluminación que la de los pocos faroles circundantes. No pude evitar acerarme y parar para mirar. Sobre una paredcita muy baja había sentadas otras personas mirando y conversando entre ellos, mientras desde un portátil bastante poderoso salía la música: un tema clásico de los cincuenta que no reconocí, al que le siguió otro mucho más actual de tango tecno.

Vencí la timidez crónica que me hizo perder tantas oportunidades en la vida y tomé asiento al lado de uno los muchachos que estaban sentados en la paredcita. Nadie me dio ni la más mínima bolilla. Aproveché para continuar mirando fascinado el baile. ¡Bailaban bien! ¡¡¡Pero muy, muy bien!!! Y claramente no eran profesionales, sino gente que hacía esto por placer. Cada vez más relajado, fui sintiendo fragmentos de conversaciones: no detecté ni una sola palabra en castellano (de hecho, en toda la noche), eran todos griegos hablando griego y luego parándose a bailar tango en una forma muy sentida, reconcentrada, para más adelante volver a sentarse y continuar mirando bailar al resto o conversando.

Entre sorprendido y emocionado, no sólo porque ésta era la música de mi ciudad, sino porque de hecho me gusta mucho y la toco desde chico en el acordeón y la paso con frecuencia en mi programa de radio, quería entender mejor qué era todo esto, y de nuevo vencí mi timidez y le pregunté finalmente al muchacho qué hacían. Me dijo que se juntaban todos los jueves y sábados a bailar tango (se ve que los jueves y sábados anteriores de milagro había decidido justo tomar otro camino, porque era la primera vez que oía y veía esta escena). Me las ingenié para deslizar enseguida que yo era argentino y que me gustaba mucho el tango, aunque no lo sabía bailar. El chico se sorprendió mucho: “¿Cómo que no bailás tango”? (todo esto desde luego en griego). “No. Soy argentino. La mayoría de los argentinos no bailamos tango. Quizás lo baila sólo un uno por ciento. No, un uno por mil.” Parecía una novedad y quedó más bien shockeado.

De inmediato le fue a hablar al mandamás y organizador de esta práctica que por lo visto lleva ya al menos cinco años, y nos presentamos. Un simpático señor de barba más o menos de mi edad que me dijo que se había enamorado del tango hace unos años y que en Atenas hay muchas “academias de danza” (al ateniense promedio le encanta ir a estos lugares donde aprende salsa, twist, fox trot, vals, flamenco y tango, entre otras cosas; después no sé si las baila mucho de hecho en algún lado) y también algunas tanguerías o milongas, pero que entendió que había una necesidad suya y de otras personas de bailar de una forma descontracturada esta danza, que para ellos se convirtió en algo así como el eje de su mundo interior, sin los códigos inhibitorios que a veces hay en esos lugares. Y sobre todo de un modo “free”, en el doble sentido inglés de libertad y gratuidad.

Yo sabía que en Atenas había tres o cuatro milongas por una alumna mía de griego, una médica apasionada del tango que había dado hace unos años una clase especial de una hora sobre el tema exclusivamente en griego , una práctica muy agradable a la que invito a transitar a los estudiantes del nivel superior de las clases que dicto en la Universidad. También sabía que el tango interesaba en general aquí porque una amiga mía, María Damilaku, había traducido el clásico “El Tango” de Horacio Salas y se había vendido muy bien. Y por otro lado, yo había abordado en conferencias y en la radio, ejemplificando, los orígenes similares e influencias recíprocas del tango y la música popular griega, la rebétika, que son tan evidentes que cualquiera que quiere oír las oye. Ambos orilleros, portuarios, lamento de inmigrante desclasado y fusión de diversas corrientes culturales, es mucho más lo que influenció el tango a la música griega que viceversa (además desde hace décadas hay decenas y decenas de tangos griegos propiamente dichos): por los marineros que iban y venían de los puertos de ambos países (yo llegué a conocer los estertores de ese intercambio hace un par de décadas en las tabernas de mi ciudad), no dudo de que la influencia es recíproca. Pero esto iba más allá.

Otro participante de estos encuentros me ofrece un licor exquisito preparado por él para esa ocasión. Adivino algunos ingredientes, otros desde luego me los explica él (algunos no los entiendo), un sanador New Age de mi edad que también había preparado un jalvá casero muy bueno para compartir con los otros compañeros. La franja etaria es bastante amplia: de veintipico a sesentipico. Me llama la atención lo lindos que son las chicas y los chicos, no dan en lo más mínimo el aspecto de nerds marginales, sino de personas muy sensibles e inteligentes con una gran emocionalidad y un mundo interior muy amplio que se evidencia en su danza y que a medida que va pasando la noche se va abriendo cada vez más y más a este extranjero, en sintonía con la proverbial hospitalidad griega.

Les digo que yo canto, desde luego en forma no profesional, pero que me encantaría cantar un tango, y enseguida cortan la música del aparato y, ayudándome con el celular de una de ellos para buscar las letras online, empiezo a cantar, obviamente a capella. Escucharon muy atentamente las primeras frases pero al toque empezaron a bailar. Así, conmigo cantando a capella y sin micrófono con pronunciación y estilo muy argentinos y sentidos un tango tras otro (Uno, Nada, Volver, Volvió una noche y Por una cabeza). Una experiencia totalmente mágica, por suerte o por desgracia no había acordeón a mano, sino me hubiera descontrolado. Pero las cosas volvieron a su cauce y después de aplaudir y agradecer, continuaron las danzas con la música grabada.

Sentado en la paredcita, veía en el fondo a los lejos las luces del monte Lykavitós, y las siluetas de las parejas danzando, ensimismadas, recortándose sobre la tenue luminosidad de los faroles. Las fotos que acompañan este texto dan idea creo de ese matiz onírico, oscuramente nocturnal. En más de un momento sentía que estaba literalmente en un sueño, no en la vida real, o en una película, quizás de los muertos vivos de Romero o en una de esas baratas y malas de los 80 que querían hacerse las progre copiándole recursos surrealistas a Fellini o a otros genios de la década previa. A mi derecha y sobre los coribantes brillaba arriba rojizo, plenamente en su poderío Marte, el dios Ares, y un poco más atrás Saturno, el Cronos griego. Y justamente en ese punto (la casualidad era sobrecogedora) yo había estado observando ese mismo día seis horas antes el anochecer, ya que hacia el oeste había una vista privilegiada desde donde había podido ver también a Júpiter o Zeus al lado de la Luna, y a la luminosa Afrodita del lucero vespertino, Venus, antecedida por Mercurio, Hermes, el dios de esta calle sobrenatural, fugazmente visible mordiendo la silueta del Monte Egaleo apenas se había ocultado Apolo, Helios o Febo. El sueño del pibe del astrólogo. Y del tanguero. Y del filoheleno.

El organizador de todo esto me dijo de un modo muy tajante que nunca viajó a Buenos Aires y que no le interesa ni en lo más mínimo, que no necesita eso. Y que no creía en las escuelas, que los que iban allí aprendían sólo mirando y haciendo (siento que exageraba, pero sería más que perdonable). Más tarde, una mujer creo un poco mayor que yo, excelente bailarina, me dijo que sí le gustaría alguna vez visitar ese lugar, yo la alenté: no puedo evitar suponer en los demás mi experiencia como filoheleno que cuando por fin visitó Grecia hace 22 años sólo supo de la felicidad. Ella hacía dos años que conoció y se enamoró del tango, pero lo practicaba con ahínco en clases e inclusive sola. Había estudiado alguna vez con Elvira, una chica descendiente de griegos que yo había conocido hacía añares y que había estudiado danzas griegas en Buenos Aires y después, cuando fue a vivir a Grecia, fue ahí que aprendió a bailar tango y empezó a enseñarlo. Cruce sugestivo.

Como este otro: en un momento le digo a uno de estos chicos que me encanta el tango de los 20 a los 70, más o menos, pero que después, fuera de Piazzolla, siento que el género murió, al menos para mí, que lo que ocurrió después no me interesa. Y que en cambio con la música griega, así como mi franja favorita es de los 20 a los 70 o poco más, siento que después supo seguir recreándose y que mucho de la producción posterior me gusta y la siento muy viva. Y él me dice sonriendo y de muy buen modo que a él le pasa exactamente eso pero al revés: le gusta el tango moderno y no soporta la música griega actual, que le parece que murió (punto en el que más o menos coincidimos en lo referido al mainstream). Me viene a la cabeza el Midnight in Paris de Woody Allen, cómo a veces idealizamos otra época para encontrar nuestra patria interior. Que en este caso no es tanto otra época como la otredad de un espacio suficientemente lejano como para que parezca distinto e idealizable, y al mismo tiempo con suficientes puntos de contacto con lo nuestro para poder sentir la afinidad que garantice una identidad. Porque Atenas, la mágica Atenas, y Buenos Aires tienen mucho, pero mucho en común. Y creo yo, por suerte, lo mejor.

Poco a poco cada uno se va despidiendo. El clima es tan amable, tan cordial, y el amor compartido hacia ese ente intangible pareciera generar lazos de bienestar tan tangibles. A las cuatro de la mañana termino de ayudar al que organizó todo a dejar todo limpio y a guardar sus cosas en el auto y nos despedimos. Sigo mi camino a casa por Ermú. El mundo es tan amplio, tan lleno de tantas sorpresas, secretos, espejos. Y entre cada alto del camino, cada hito, hay algo en el medio, intermedio, mediador, medio alma o sentimiento, medio vacío, como el aire del espíritu. Y respiro profundamente. Respiro.

Jerry Brignone, Atenas, 22 de julio de 2018.

La tragedia Agamenón en el antiguo teatro de Epidauro

Acabo de ver en el antiguo teatro griego de Epidauro al noreste del Peloponeso una excelente versión de la tragedia de Esquilo “Agamenón”, estrenada hace 2.500 años aquí en Grecia sobre eventos ocurridos 1.000 años antes. Con esta experiencia que comparto aquí de paso inicio la de un blog interactivo con mis otras redes sociales y mi histórica página web y que voy a estar nutriendo bastante seguido. Creo que por fin encontré mi lugar y mi lenguaje en esto de las redes, veremos cómo me/nos funciona.

El imponente teatro de Epidauro tiene una capacidad de 12.000 espectadores, y anoche estaba completamente repleto. Había sólo dos funciones de esta obra (ésta era la segunda), dentro de la temporada de verano del Festival Internacional de Atenas. Pero al menos en la mitad superior y más barata de las gradas, el 95% del público era griego (tengo bueno oído para los acentos). Y en el pullman de ida, los sesenta pasajeros eran 100% griegos, ruidosos y dicharacheros, con un grupito de diez jovencitos particularmente alegres aunque para nada agresivos, tapando todos con sus voces la música moderna de fondo y después interactuando muy cómica y pícaramente con el chofer a través del micrófono, provocando grandes carcajadas: me sigue conmoviendo y alegrando tantísimo en los viajes de estos últimos cuatro años ver cómo los griegos, todavía en el medio de la crisis económica, recuperaron su espíritu vivaz y locuaz, disfrutando cada momento pese a todo en bares, paseos y restaurantes, en una lección de realismo y madurez cívica y existencial que me suena tan lejana de la eterna y amarga queja quietista, obsecuente y golpista que escucho a diario en Argentina, donde se reclama todo y nadie está dispuesto a dar nada a cambio.

Mientras reían y cantaban, atravesábamos un paisaje soñado que, viniendo del centro de la metrópoli (el Monumento al Soldado Desconocido, en el corazón de Atenas), nos sumergía cada vez más en un sendero que tenía todo el sabor de lo iniciático. Sobre todo cuando literalmente cruzamos el paso obligado del Canal del Istmo de Corinto. Y después bosques, mar, piedras, cielo, montañas, nubecitas coloreándose en el atardecer a medida que nos acercábamos a destino, tan cercano a las sagradas ruinas del templo de Esculapio, el dios de la sanación.

Fuimos llegando entre los primeros, lo que significó dos horas de espera hasta que empezara el espectáculo y se fuera llenando el teatro y desapareciera definitivamente la luz natural. Me impacta una y otra vez ver a tantos griegos disfrutando de las cosas que uno piensa que son más para el turista y que ellos viven como algo tan naturalmente propio: parejas, grupos de amigos, familias enteras con sus chicos, todos en informales bermudas y ojotas, dispuestos con sumo entusiasmo a ver, con un silencio reverencial y sacro realzado por el canto envolvente de las chicharras, una parte de su propia historia arcaica: la historia de Agamenón, el hijo de ese Atreo que mató a su hermanastro y asesinó a los hijos de su otro hermano y se los hizo comer adobados, engañado. Agamenón, el victorioso héroe de Troya que mató a su propia hija Ifigenia para poder llevar adelante el baño de sangre de esa guerra, y que al volver a su casa es recibido con engaños por su esposa Clitmenestra y su primo, quienes lo parten en pedacitos a hachazos, a él y a su botín de guerra, la vidente Casandra, un asesinato que será vengado por su hijo Orestes, quien, instigado por su hermana, se encargará de matar salvajemente a su propia madre para hacer justicia. Todo muy edificante, ja ja ja.

Arriba de los actores se adivinan las montanas y los bosques que rodean típicamente a los antiguos teatros griegos, y por sobre esas siluetas brillan Venus y un poco más atrás mío, Júpiter, entre tantas estrellas. Una bóveda titilante que coincide con los estremecimientos de mi cuerpo, todo el tiempo erizado de piel de gallina, casi todo el tiempo llorando, en muchos momentos temblando. Pero no de frío, sino de terror, agradecimiento y alegría por estar disfrutando ésta, mi primera tragedia en griego en Grecia, en mi décimo viaje a ese país desde la primera vez que lo pisé hace 22 años y habiendo hecho yo mismo tantas tragedias y obras en griego (incluido un fragmento de esta misma “Agamenón”: la operita psicodélica “Kassandra” de Xenakis en 1999); pero ésta era la primera vez que por fin mi larga estancia coincidía con las fechas del Festival.

Y digo que no temblaba de frío porque, hasta que apagamos los celulares justo antes de empezar, en todos decía 34 grados, lo que no era nada comparado con los asientos de piedra de unos 2000 años sobre los que estábamos sentados y que habían absorbido todo el día el sol del verano mediterráneo y ahora lo emitían con toda generosidad a nuestros cuerpos, cual huevos friéndose arriba de una piedra en el desierto. Pero a nadie le importaba el calor: es parte natural y constitutiva del evento. Me hacía recordar también a las dos veces que fui al cine al aire libre al lado de la Acrópolis, en Thissio, y donde de nuevo en esa ocasión Júpiter, Marte y la Luna se destacaban entre las estrellas, arriba de la pantalla de la excelente película que estábamos todos viendo con la silueta del Partenón en el fondo y yo lloraba (soy llorón).

Esto de los cines de verano es algo muy común en Grecia, aunque cada vez haya menos: la gente vive socializando al aire libre, come, toma café o bebidas al aire libre, sentados o caminando, ven teatro y cine al aire libre, las tabernas son al aire libre y todo el mundo en suma está afuera. No es cien por cien privativo de Grecia: tiene que ver con ese buen tiempo mediterráneo que nosotros en Buenos Aires no tenemos, porque el nuestro es tan ciclotímico y desafortunado como nuestra economía. En Italia también hay estos tipos de cine y de hecho también en ese país vi el año pasado, en Siracusa, en un teatro griego muy bien conservado, mi primera obra en un teatro antiguo, “Las ranas”, una comedia de Aristófanes pero actuada en italiano con los dos cómicos sicilianos más famosos (como decir hace unos años Porcel y Olmedo). La puesta era pésima, pero era agradable ver a miles de italianos en ropa de playa riéndose y festejando las guarangadas escatológicas escritas hace 2.500 años por ese comediógrafo irreverente.

La puesta de “Agamenón”, en cambio, estaba muy, muy bien (y yo soy muuy difícil como espectador, quizás por director teatral perfeccionista que soy): simple, solemne, amplia pero minimalista, con muy buenos efectos de luz y música del director lituano Cezaris Grauzinis. El texto me ponía la piel de gallina porque no era una edición o versión libre actualizada, sólo la traducción del original al griego moderno (con subtitulado inglés): es inquietante cómo una buena versión de estas obras tan antiguas, fuertes y profundamente filosóficas y poéticas parecen estar hablando a nuestras vísceras y a la actualidad política y existencial del aquí y ahora. Impresionante. Máxime con buenas actuaciones, particularmente la de Clitmenestra, encarnada por María Protópapa (la de la foto).  Y aunque todos tenían que gritar un poco al declamar para que los escucharan los 12.000 espectadores, las voces se oían espectaculares y sin amplificación, porque Epidauro está reconocido como el mejor teatro del mundo, en términos de acústica y proyección sonora.

Hay un punto en particular que está muy medido y estudiado científicamente, que es el más potente en su claridad acústica: cuando los actores se acercaban a él, no podía dejar de acordarme cuando yo mismo recité fragmentos de Edipo Rey en griego moderno y antiguo en ese mismo punto hace 18 años, por supuesto informalmente y como turista, con otras decenas de turistas escuchando muy impresionadas porque de verdad la voz parece sobrenatural, como si no hablara uno sino los dioses o las montañas, algo realmente escalofriante. La foto de ese momento no es nada mágica y lo visual arruina lo recién narrado, pero es un lindo recuerdo y un documento. Sin duda me doy y me dí todos los gustos, por lo que soy un mar de gratitud: en ese mismo viaje un amigo me sacó también cuando nadie nos veía fotos corriendo desnudo por el Estadio Olímpico de Olimpia, pero desde luego que ésas no las puedo mostrar aquí, no porque haya nada que me avergüence (todo lo contrario), sino porque a alguno podría molestarle o a algún otro darle la excusa para denuncias innecesarias, ja ja ja.

¿Por qué estoy contando todo esto? Creo que sencillamente por el entusiasmo de compartir algo que fue muy lindo e intenso. Y quizás también el no tan secreto deseo de que algunos se entusiasmen lo suficiente como para ir a buscar una experiencia similar en ese mismo ámbito: porque vale la pena. Yo mismo estoy volviendo a organizar viajes grupales turístico-culturales, tal como lo hice hace unos cuantos años, ahora con el agregado de contenidos y lugares muy puntualmente iniciáticos desde distintas tradiciones espirituales. Y seguro voy a seguir tentando a mucha gente, porque desde hace más de veinte años que soy una especie de entusiasta “agregado cultural y turístico no oficial y ad honorem” del Estado griego, y mucha gente fue muy beneficiada y está muy agradecida por ello.  ¡Así que hasta pronto!

(Éste fue mi primer “post de blog” en mi vida; si da, haceme saber si te interesó 🙂 )