Anoche tuve una experiencia surrealista que me hizo pensar (y sentir) mucho. Volvía a casa no muy tarde de haber estado tomando copiosamente y disfrutando música en vivo sin micrófono en una taberna griega aquí en Atenas, mi anteúltimo sábado en esta décima estadía de dos meses en esta ciudad bendita. La había pasado bien, los músicos eran muy buenos y había habido buena compañía, pero mi jornada ya había llegado al límite, así que decidí volver temprano caminando para despertarme al alba y seguir escribiendo la obra de teatro que quiero estrenar dentro de poco.
Volvía por la calle Ermú, mi calle favorita de Atenas y que conecta directamente esa taberna con el departamento en donde paro. La calle Ermú, de mi queridísimo Hermes, uno de mis Dioses tutelares, patrono de la amistad y amigo de los hombres, el mensajero que conecta los mundos divinos y humanos y a los seres entre sí (lo hermoso del politeísmo es que uno puede y suele ser bendecido por los favores de más de un Dios y ser su agradecido ahijado sin mayores celos entre ellos: me cuesta tomarme en serio a un dios celoso).
Ermú merecería un largo comentario, pero lo dejo para otro día. En su extremo oeste hay una zona que podría perfectamente adjudicarse por igual a Thissío, Petrálona, Gazi, Keramikós o Tecnópolis (los límites entre los barrios griegos son menos precisos creo que los de los barrios de Buenos Aires, quizás también porque son mucho más pequeños). Esa parte no tiene edificaciones residenciales, es más bien puro verde y algo de mármol y cemento, si tuviera que compararlo con algo de mi ciudad natal andaría entre el Parque Recoleta, Parque Lezama y Retiro. La cruzo muchas noches cuando decido volver a casa por debajo y sin subir la cuesta de la Acrópolis bordeando el monte Filopapos: a mi avanzada edad y con más de treinta grados de temperatura (escribo a fines de julio), estoy eligiendo caminos más llanos.
Mientras me acercaba, inconfundibles y tapando de a poco a las chicharras, se iban haciendo cada vez más presentes sones amplificados de tango. Tango argentino. Finalmente veo a algunas parejas bailando en una pequeña planicie de mármol pulido, sin mayor iluminación que la de los pocos faroles circundantes. No pude evitar acerarme y parar para mirar. Sobre una paredcita muy baja había sentadas otras personas mirando y conversando entre ellos, mientras desde un portátil bastante poderoso salía la música: un tema clásico de los cincuenta que no reconocí, al que le siguió otro mucho más actual de tango tecno.
Vencí la timidez crónica que me hizo perder tantas oportunidades en la vida y tomé asiento al lado de uno los muchachos que estaban sentados en la paredcita. Nadie me dio ni la más mínima bolilla. Aproveché para continuar mirando fascinado el baile. ¡Bailaban bien! ¡¡¡Pero muy, muy bien!!! Y claramente no eran profesionales, sino gente que hacía esto por placer. Cada vez más relajado, fui sintiendo fragmentos de conversaciones: no detecté ni una sola palabra en castellano (de hecho, en toda la noche), eran todos griegos hablando griego y luego parándose a bailar tango en una forma muy sentida, reconcentrada, para más adelante volver a sentarse y continuar mirando bailar al resto o conversando.
Entre sorprendido y emocionado, no sólo porque ésta era la música de mi ciudad, sino porque de hecho me gusta mucho y la toco desde chico en el acordeón y la paso con frecuencia en mi programa de radio, quería entender mejor qué era todo esto, y de nuevo vencí mi timidez y le pregunté finalmente al muchacho qué hacían. Me dijo que se juntaban todos los jueves y sábados a bailar tango (se ve que los jueves y sábados anteriores de milagro había decidido justo tomar otro camino, porque era la primera vez que oía y veía esta escena). Me las ingenié para deslizar enseguida que yo era argentino y que me gustaba mucho el tango, aunque no lo sabía bailar. El chico se sorprendió mucho: “¿Cómo que no bailás tango”? (todo esto desde luego en griego). “No. Soy argentino. La mayoría de los argentinos no bailamos tango. Quizás lo baila sólo un uno por ciento. No, un uno por mil.” Parecía una novedad y quedó más bien shockeado.
De inmediato le fue a hablar al mandamás y organizador de esta práctica que por lo visto lleva ya al menos cinco años, y nos presentamos. Un simpático señor de barba más o menos de mi edad que me dijo que se había enamorado del tango hace unos años y que en Atenas hay muchas “academias de danza” (al ateniense promedio le encanta ir a estos lugares donde aprende salsa, twist, fox trot, vals, flamenco y tango, entre otras cosas; después no sé si las baila mucho de hecho en algún lado) y también algunas tanguerías o milongas, pero que entendió que había una necesidad suya y de otras personas de bailar de una forma descontracturada esta danza, que para ellos se convirtió en algo así como el eje de su mundo interior, sin los códigos inhibitorios que a veces hay en esos lugares. Y sobre todo de un modo “free”, en el doble sentido inglés de libertad y gratuidad.
Yo sabía que en Atenas había tres o cuatro milongas por una alumna mía de griego, una médica apasionada del tango que había dado hace unos años una clase especial de una hora sobre el tema exclusivamente en griego , una práctica muy agradable a la que invito a transitar a los estudiantes del nivel superior de las clases que dicto en la Universidad. También sabía que el tango interesaba en general aquí porque una amiga mía, María Damilaku, había traducido el clásico “El Tango” de Horacio Salas y se había vendido muy bien. Y por otro lado, yo había abordado en conferencias y en la radio, ejemplificando, los orígenes similares e influencias recíprocas del tango y la música popular griega, la rebétika, que son tan evidentes que cualquiera que quiere oír las oye. Ambos orilleros, portuarios, lamento de inmigrante desclasado y fusión de diversas corrientes culturales, es mucho más lo que influenció el tango a la música griega que viceversa (además desde hace décadas hay decenas y decenas de tangos griegos propiamente dichos): por los marineros que iban y venían de los puertos de ambos países (yo llegué a conocer los estertores de ese intercambio hace un par de décadas en las tabernas de mi ciudad), no dudo de que la influencia es recíproca. Pero esto iba más allá.
Otro participante de estos encuentros me ofrece un licor exquisito preparado por él para esa ocasión. Adivino algunos ingredientes, otros desde luego me los explica él (algunos no los entiendo), un sanador New Age de mi edad que también había preparado un jalvá casero muy bueno para compartir con los otros compañeros. La franja etaria es bastante amplia: de veintipico a sesentipico. Me llama la atención lo lindos que son las chicas y los chicos, no dan en lo más mínimo el aspecto de nerds marginales, sino de personas muy sensibles e inteligentes con una gran emocionalidad y un mundo interior muy amplio que se evidencia en su danza y que a medida que va pasando la noche se va abriendo cada vez más y más a este extranjero, en sintonía con la proverbial hospitalidad griega.
Les digo que yo canto, desde luego en forma no profesional, pero que me encantaría cantar un tango, y enseguida cortan la música del aparato y, ayudándome con el celular de una de ellos para buscar las letras online, empiezo a cantar, obviamente a capella. Escucharon muy atentamente las primeras frases pero al toque empezaron a bailar. Así, conmigo cantando a capella y sin micrófono con pronunciación y estilo muy argentinos y sentidos un tango tras otro (Uno, Nada, Volver, Volvió una noche y Por una cabeza). Una experiencia totalmente mágica, por suerte o por desgracia no había acordeón a mano, sino me hubiera descontrolado. Pero las cosas volvieron a su cauce y después de aplaudir y agradecer, continuaron las danzas con la música grabada.
Sentado en la paredcita, veía en el fondo a los lejos las luces del monte Lykavitós, y las siluetas de las parejas danzando, ensimismadas, recortándose sobre la tenue luminosidad de los faroles. Las fotos que acompañan este texto dan idea creo de ese matiz onírico, oscuramente nocturnal. En más de un momento sentía que estaba literalmente en un sueño, no en la vida real, o en una película, quizás de los muertos vivos de Romero o en una de esas baratas y malas de los 80 que querían hacerse las progre copiándole recursos surrealistas a Fellini o a otros genios de la década previa. A mi derecha y sobre los coribantes brillaba arriba rojizo, plenamente en su poderío Marte, el dios Ares, y un poco más atrás Saturno, el Cronos griego. Y justamente en ese punto (la casualidad era sobrecogedora) yo había estado observando ese mismo día seis horas antes el anochecer, ya que hacia el oeste había una vista privilegiada desde donde había podido ver también a Júpiter o Zeus al lado de la Luna, y a la luminosa Afrodita del lucero vespertino, Venus, antecedida por Mercurio, Hermes, el dios de esta calle sobrenatural, fugazmente visible mordiendo la silueta del Monte Egaleo apenas se había ocultado Apolo, Helios o Febo. El sueño del pibe del astrólogo. Y del tanguero. Y del filoheleno.
El organizador de todo esto me dijo de un modo muy tajante que nunca viajó a Buenos Aires y que no le interesa ni en lo más mínimo, que no necesita eso. Y que no creía en las escuelas, que los que iban allí aprendían sólo mirando y haciendo (siento que exageraba, pero sería más que perdonable). Más tarde, una mujer creo un poco mayor que yo, excelente bailarina, me dijo que sí le gustaría alguna vez visitar ese lugar, yo la alenté: no puedo evitar suponer en los demás mi experiencia como filoheleno que cuando por fin visitó Grecia hace 22 años sólo supo de la felicidad. Ella hacía dos años que conoció y se enamoró del tango, pero lo practicaba con ahínco en clases e inclusive sola. Había estudiado alguna vez con Elvira, una chica descendiente de griegos que yo había conocido hacía añares y que había estudiado danzas griegas en Buenos Aires y después, cuando fue a vivir a Grecia, fue ahí que aprendió a bailar tango y empezó a enseñarlo. Cruce sugestivo.
Como este otro: en un momento le digo a uno de estos chicos que me encanta el tango de los 20 a los 70, más o menos, pero que después, fuera de Piazzolla, siento que el género murió, al menos para mí, que lo que ocurrió después no me interesa. Y que en cambio con la música griega, así como mi franja favorita es de los 20 a los 70 o poco más, siento que después supo seguir recreándose y que mucho de la producción posterior me gusta y la siento muy viva. Y él me dice sonriendo y de muy buen modo que a él le pasa exactamente eso pero al revés: le gusta el tango moderno y no soporta la música griega actual, que le parece que murió (punto en el que más o menos coincidimos en lo referido al mainstream). Me viene a la cabeza el Midnight in Paris de Woody Allen, cómo a veces idealizamos otra época para encontrar nuestra patria interior. Que en este caso no es tanto otra época como la otredad de un espacio suficientemente lejano como para que parezca distinto e idealizable, y al mismo tiempo con suficientes puntos de contacto con lo nuestro para poder sentir la afinidad que garantice una identidad. Porque Atenas, la mágica Atenas, y Buenos Aires tienen mucho, pero mucho en común. Y creo yo, por suerte, lo mejor.
Poco a poco cada uno se va despidiendo. El clima es tan amable, tan cordial, y el amor compartido hacia ese ente intangible pareciera generar lazos de bienestar tan tangibles. A las cuatro de la mañana termino de ayudar al que organizó todo a dejar todo limpio y a guardar sus cosas en el auto y nos despedimos. Sigo mi camino a casa por Ermú. El mundo es tan amplio, tan lleno de tantas sorpresas, secretos, espejos. Y entre cada alto del camino, cada hito, hay algo en el medio, intermedio, mediador, medio alma o sentimiento, medio vacío, como el aire del espíritu. Y respiro profundamente. Respiro.
Jerry Brignone, Atenas, 22 de julio de 2018.