Los sabores y aromas de Grecia

Aromas y sabores. Invisibles, inaudibles, intangibles. Su presencia nos toma por sorpresa con la intensidad de una magia envolvente, tan inesperada como el reencuentro accidental con un viejo libro o un amigo de infancia.

Empecé este blog hace unas semanas en Atenas sin pensar que las primeras entradas iban a tener que ver todas con Grecia, pero su impacto en mi cuerpo y en mi alma sigue siendo siempre tan total que no puedo dejar de compartir algunos atisbos de eso que me conmueve.

Un día saboreando alguna cosa me dije que quería transmitir algo sobre las sensaciones aromáticas y gustativas que recurren en mi vida desde hace 25 años con esa bendita cultura y que me anclan en cada regreso, como Ulises con Itaca o el alma peregrina de los neoplatónicos retornando al Uno. Ahora ya lejos, la reminiscencia de esas sutilezas tan presentes y poderosas me cuesta en Buenos Aires tanto como a esa misma alma inmersa en los meandros del mundo o a Ulises en los avatares de sus aventuras.

También fue hace 25 años que descubrí con admiración la escritura de Süskind y la forma en que lograba recrear con toda su intensidad el sentido primario, atávico y místico del olfato en su novela ‘El Perfume’. Dudaba que pudiera ser nunca reflejado en el cine y, pese a la belleza de las imágenes, el intento sustancialmente fallido de Tykwer me lo confirmó. Y aunque ahora me encuentro con el mismo problema pero sin el talento literario de ese escritor ni el visual del cineasta, no puedo evitar compartir un par de imágenes y palabras para evocar ese mundo tan presente y particular.

Aunque aclaro que no va a ser éste un artículo sobre cocina griega, ya que le dediqué al tema una hora entera de mi programa de radio en una emisión que transmití alguna vez desde Atenas con información más que abundante y completísima. Salió muy entretenido, incluso divertido, y se puede escuchar online aquí:  PROGRAMA DE RADIO COCINA GRIEGA.

 

Si de aromas se trata, Atenas tiene olor a pino. Hay poco verde en la ciudad, pero cuando acabó de llover y uno sale a caminar en o cerca de los muchos parques poblados de coníferas, el aroma dulcemente astringente de la resina embriaga las papilas. Sobre todo rodeando al Lykavitós, la Acrópolis, el parque de Ermoú y Pireós, el Jardín Nacional y las laderas de las tres montañas que rodean a Atenas: el Parnés, el Pentélico y el Imitós. De hecho toda Grecia es un país montañoso enclavado en la península balcánica, lo que le da un aspecto más europeamente conífero que lo que imaginamos en primera instancia cuando pensamos en sus costas y en sus islas mediterráneas.

Y el pino es lo que le da su aroma inconfundible al retsina, el vino blanco o rosado griego que desde hace milenios tiene ese sabor único, tomado en su momento de la resina que usaban en los barriles para su mantenimiento y sellado hermético.

Hay gente a la que categóricamente no le gusta: no es mi caso, me enamoré de ese vino y ese matiz ligeramente seco, amargo y perfumado ya antes de viajar por primera vez al país, y no puedo imaginar estar ahí más de unas pocas horas sin haber descorchado y catado ese viejo sabor que me da la bienvenida.

   

  

Acompañado de tzatziki (hablé de esa salsa o ensalada metafísica de pepino, ajo y yogurt en la entrada anterior), si es posible con un poco de la proverbiales aceitunas griegas, que merecerían todo un artículo aparte por su variedad, pero me ciño aquí la fuerza de su sabor agrio, amargo y tan oscuro como su color.

Especialmente acompañados de paximadakia, rebanaditas de pan integral duro y seco de Creta, o sino de cualquier pan griego comprado en panadería, que en este país tiene siempre la cualidad de parecer artesanal casero o rústico, recién salido del horno, con el aroma y los sabores que naturalmente esto supone.

Así como para mí Grecia “es” retsina, también me sorprende en cada visita el sabor único del jugo de guindas (vísino), para ellos un jugo más de los que venden en kioskos y supermercados, pero que a mí quizás me fascina porque no es común en mi país.

En letras chicas en inglés el envase dice “cerezas agrias/ácidas”, y en ese sabor refrescante de fruto rojo astringente y perfumado habita uno de los muchos dioses hospitalarios que nos reciben a los visitantes.

Hablé de olor a pino. También caminando por las calles de Atenas uno no puede dejar de sentir el olor al café, sobre todo a la mañana, porque el griego es totalmente cafeinómano. Me atrevería a decir que con menos sofisticación que el italiano (al que admiran y copian cada vez más en esto), de manera que sobreabunda la cantidad y la variedad por doquier, incluso con personas caminando por la calle a cualquier hora con su vaso de plástico o papel con café (el nes frappé fue reemplazado por el freddo espresso) y más allá de los ámbitos específicos: el café como lugar de encuentro y debate es toda una institución que toma hoy el lugar de la antigua agora griega.

Aunque quizás más que el olor a pino y a café, durante casi todo el día uno puede sentir en Atenas casi a cada paso el olor a carne asada. La famosa dieta mediterránea es muy balanceada con sus verduras y demás, pero el griego es muy carnívoro y no concibe una comida si no contiene algo de carne de cerdo, cordero o vaca. Sobre todo asada, rociada con limón, ajo, orégano y otras especias, y si es posible acompañada con papas fritas.

El suvlaki (pincho, brochet o kebab) está a la orden del día, y si de aromas y sabores caminando por la calle se trata, un verdadero acontecimiento es el gyro, la carne, básicamente de cerdo, asada en un spiedo vertical como el shawarma árabe de Buenos Aires que se come al plato o, sobre todo, “en paquete”, enrollado en un pan árabe muy fino o pita y un envoltorio estilo papel manteca con pedazos dentro de tomate, cebolla, tzatziki y especias. Un conjunto nutritivo, económico y sabrosísimo con el que uno podría si quisiera sobrevivir durante meses como único plato y al mismo tiempo tocar a diario el cielo con las manos (puedo dar cabal testimonio).

Y yendo por la calle cada tanto hay también carritos con vendedores de frutos secos y sus mercaderías en bolsitas de papel, que incluyen los famosos, sabrosos y un poco onerosos pistachos.

Y una delicia que descubrí hace muy poco y que no sé qué nombre tiene: el maní de ellos es más grande que el conocido nuestro y, además de muy salado, lo venden también en garrapiñada con un baño de miel muy perfumada y rebosada después en sésamo, lo que resultó en otro de mis vicios gustativos diarios.

Por supuesto también uno encuentra en la calle temprano y a toda hora por un precio muy bajo y para saciar el hambre del momento los kuluri o roscas grandes más bien secas, en su versión “neutra”, apenas salada y cubierta de sésamo, o sus variantes dulces o saladas con cosas adentro como queso, aceitunas, chocolate o cerezas.

Fruto este último, dicho sea de paso, que como hay varios puestos en la calle vendiendo fruta fresca al peso, uno puede comprar de a medio kilo o kilo completo por una cuarta parte de su valor en Buenos Aires e ir comiendo mientras camina por las calles, devorando con los ojos todo lo que la ciudad tiene para ofrecer cada día.

Acercándose al Mercado Central por la calle Athinas desde Monastiraki a Omonia, además de la intensidad intoxicante de los aromas (no siempre gratos, como pasa con las pescaderías), se encuentra invadido por una ola de griteríos de vendedores y variedad de imágenes visuales única: es uno de los lugares donde Atenas deviene inmediatamente en Oriente, la agitación y la variedad del bazar persa se hacen una realidad muy griega, popular y cotidiana: el Agora.

De la que sale la calle Eurípides, donde se encuentran concentradas por unas cuadras las principales casas de especias, que se venden en grandes cantidades y a precio casi mayorista, pero con una calidad realmente extraordinaria.

Caminar ahí sí que es una experiencia olfativa psicodélica: cada paso es un rearmado caleidoscópico de oleadas de aromas intensos y múltiples que no sé nombrar por mi inexperiencia léxica en el tema, pero que parcialmente pude recorrer en los maravillosos platos que día a día durante tantos años me preparó en Grecia mi tía Katerina y que reaparecen con la misma fuerza en los platos caseros de un oscuro tugurio subterráneo único, a metros de ahí, en la esquina de la calle Sócrates, donde al bajar uno siente que retrocede auténticamente varias décadas en el tiempo.

Desde luego Grecia tiene también su cuota de sabores embriagantes en los frutos de mar y las variedades infinitas de pescado, sobre las que no voy a detenerme, pero sí señalo que no dependen de una elaboración particular de los ingredientes o de la condimentación, sino de la fuerza misma del sabor de esos ingredientes.

Lo que ocurre de un modo mucho más modesto pero igualmente contundente con la ensalada griega (joriátiki salata), esa mezcla de tomate, pepino, queso feta (el queso blando de cabra semicremoso típicamente helénico), cebolla, morrón, sal, pimienta, vinagre y aceite, donde cada uno de sus componentes, cuando es auténticamente griego, no tiene parangón con las burdas versiones que uno puede comer de cosas con ese nombre fuera del país. Y donde lo más importante es la fuerza cohesiva de la calidad del aceite de oliva, tesoro de una larguísima tradición milenaria y cuyo sabor no puedo compararlo con el de ninguno de los otros aceites de oliva virgen que conocí (exceptuando el artesanal italiano).

Encuentro esta misma fuerza del sabor puro en otro de mis platos preferidos, el saganaki, queso frito o a la parrilla (en el estilo de nuestra provoletta, pero más duro: es el kefalograviera) que se sirve con orégano y otras especias, un hilo de ese aceite y rociado de mucho jugo de limón recién exprimido.

No quiero dejar de mencionar un aroma típico que sólo encontré en Grecia y que por esto mismo para mí es sinónimo de ese lugar bendito.

Me refiero al mastic, que en los diccionarios españoles aparece como ‘almáciga’, una resina de una planta pistacia proveniente de la isla de Quíos (Jiós), con la que se hace incienso pero también unas golosinas muy especiales y un licor, el mastika o mastija, que, más allá de su parentesco con el ouzo anisado y su versión más fuerte del tsipuro (siempre muy popular en Grecia), tienen el aroma único de esa sustancia extraordinariamente perfumada y dulzona que se puede también disfrutar por ejemplo en el helado de ese sabor.

Grecia es una sinfonía de sabores y de olores en la que uno puede zambullirse plenamente en toda su variedad e intensidad, una invitación a una forma extrañamente invisible de plenitud. Como ejemplo, basta con sólo empezar la mañana acompañando el café con una bugatsa, esa bolsa de masa filo dorada crujiente rellena de crema pastelera aromatizada y cubierta de azúcar impalpable y canela. El resto: todo lo dicho y tanto más, ahí nos espera flotando envolvente en el aire. Como la música.

Y como el espíritu. Doy fe.

Jerry Brignone, 29 de agosto de 2018

4 respuestas a “Los sabores y aromas de Grecia”

  1. ¡Hola Jerry! ¡Qué texto pleno de ese talento literario al que aludís -y del que creés carecer- y también visual por la exquisita elección de las imágenes! Su lectura me remitió a otro grande, Marcel Proust, y a la famosa magdalena de “En busca del tiempo perdido” y a los olores y sabores de mi infancia y de otros momentos felices de mi vida. Con su magia te inunda de aromas y de especias, te envuelve y arrastra hacia esa bendita tierra balcánica.

  2. Acabo de hacerme fan de tu blog. Trataré de seguirlo porque es otra puerta desde la que me abrís mundos curiosos y muy estimados para mí, igual que tu programa “Las palabras y las notas”. Gracias por tanto, Jerry.

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